EL PAíS › OPINION

¿La democracia pasó de moda?

 Por Miguel Bonasso

Un número creciente de analistas –tanto estadounidenses como latinoamericanos– profetiza una nueva era de autoritarismos en el llamado Tercer Mundo, que serían santificados por la Casa Blanca. Lo que implicaría el fin del Consenso de Washington basado, como se recordará, en dos pilares: mercado y democracia. Un nuevo Consenso, nacido esta semana en la ciudad nortemexicana de Monterrey, insinúa que la columna de la democracia puede derrumbarse muy pronto dejando como único basamento al mercado. El tótem intocable de la posmodernidad.
La nueva era de regímenes autoritarios propiciados o al menos bendecidos por el gobierno de George Bush II guardaría sin embargo diferencias de fachada con los que asolaron América latina en los setenta y ochenta; se trataría ahora de autócratas de cuello y corbata, más cercanos al paradigma de Alberto Fujimori que al de Augusto Pinochet, el general elegido por Richard Nixon y Henry Kissinger para poner fin al socialismo democrático de Salvador Allende.
El resultado de la Cumbre mexicana, en la que el presidente Vicente Fox y su canciller, el ex izquierdista Jorge Castañeda, se prestaron a secundar las presiones norteamericanas contra Cuba y su presidente Fidel Castro, avalan los presagios de quienes auguran una nueva etapa de guerra fría que ya no tendrá por epicentro a Moscú sino a todos los pueblos y naciones que han acumulado agravios contra Washington. La modestia de la “ayuda” prometida por Estados Unidos y la Unión Europea a los países agobiados por la deuda externa; la negativa a incluir en la agenda el paradigmático caso argentino y la no menos cruel negativa a entregarle al sumiso Eduardo Duhalde un préstamo (ya preconcedido) del FMI, que a la postre sólo serviría para pagarle al mismo Fondo, muestran algo peor que intransigencia dogmática o simple insensibilidad: la decisión ya tomada de enfrentar el riesgo de levantamientos sociales en las regiones conflictivas porque hay fuerzas armadas y de seguridad (públicas y privadas; nacionales y supranacionales) en condiciones de ahogarlos en sangre.
Aunque este cambio en la línea estratégica de la Casa Blanca empieza a percibirse con claridad a partir del ataque a las Torres Gemelas y la subsecuente cruzada occidental contra el “Eje del Mal”, hay observadores que sitúan su origen bastante antes, al promediar la era de Bill Clinton. Y no sólo por vía de los “papers” redactados por fundamentalistas republicanos, como los del Grupo de Santa Fe, que en su Documento Número Cuatro preconizan la urgencia de “recrear un enemigo externo” para cohesionar a Norteamérica.
En diciembre de 1997, en un erudito ensayo publicado por The Atlantic Monthly, Robert D. Kaplan, uno de los gurúes intelectuales del presidente Clinton, se preguntaba si la democracia no sería solamente “un momento”. Incluso en Estados Unidos, donde estaría “en un riesgo nunca conocido antes”. En un voluminoso texto de 18 carillas a un espacio, Kaplan pasea una mirada pesimista sobre la realidad política del llamado Tercer Mundo, incluyendo a naciones como Venezuela y Argentina, cuyas respectivas democracias observa minadas (a fines de 1997) por la corrupción y el desempleo. Constata el éxito económico de la misma China, que reprime a los estudiantes en la plaza de Tiananmen y el fracaso de la Rusia postsoviética pese a disponer de una población letrada en un 90 o más por ciento. Se ataja advirtiendo que no postula la eficacia a costa del autoritarismo, pero advierte –con una cita de Alexis de Tocqueville– que la democracia emerge exitosamente cuando corona otros logros económicos y sociales. Los esfuerzos–“a menudo moralistas”– por imponer sistemas parlamentarios en otros países le suenan tan “idealistas” y poco eficaces como los de los colonialistas occidentales del siglo diecinueve que pretendían reemplazar jefaturas y patronazgos tribales en Africa por prácticas administrativas foráneas. Kaplan, sin embargo, es lo suficientemente inteligente como para admitir lo siguiente: “Desde luego que nuestra misión post Guerra Fría para diseminar la democracia es en parte una pose. En Egipto y Arabia Saudita, los más importantes aliados de Estados Unidos en ese mundo musulmán rico en materia energética, nuestra peor pesadilla sería que hubiera elecciones libres”.
Astuto, situándose en un término medio entre el determinismo conservador de Thomas Hobbes (que temblaba ante las asambleas populares) y el liberalismo de Isaiah Berlin, Kaplan se las arregla para encontrar una solución al riesgo que la democracia en los países tercermundistas puede entrañar para los intereses norteamericanos. Y encuentra el justo medio en lo que llama regímenes “híbridos”, como el que estableció en Perú el ex presidente Fujimori. Donde el autoritarismo se viste con ciertos atributos formales de la democracia. Como ese autócrata de cuello y corbata que sueñan para Argentina algunos militares y banqueros. Basándose en la lógica de Kaplan: “Lo que es bueno para los ejecutivos de negocios suele ser bueno para el ciudadano promedio (...), el ingreso per cápita de Singapur es casi igual al de Canadá, que figura a la cabeza mundial en el Indice de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas”.
En síntesis: suprimamos el peligro de las asambleas que ya inquietaba a los Padres Fundadores y apoyemos, si hay riesgo, a los “híbridos”.
En febrero de este año, Michael Ignatieff, que es profesor de políticas sobre derechos humanos de la Kennedy School of Government de Harvard, se preguntaba en la página editorial del The New York Times: “¿Ha finalizado la era de los derechos humanos?”. Pregunta que en gran medida encierra ya el pesimismo de la respuesta. Citando algunos ejemplos, el profesor Ignatieff constata (con cierto candor) que el oportunismo del poder sepulta los principios humanitarios. Con la justificación de la lucha contra el terrorismo, Australia encierra a los refugiados afganos en campos de concentración situados en zonas desérticas; Estados Unidos le concede carta blanca a la represión de Tajikistán y Uzbekistán a cambio de bases y datos para la inteligencia en Asia Central y el canciller alemán Gerhard Schroeder justifica la política rusa en Chechenia por la posible alianza entre los chechenos y Al Qaeda.
“Roma –dice, en previsible paralelo histórico– ha sido atacada y Roma está peleando para restablecer su seguridad y su hegemonía. Si en los años de Reagan el movimiento (por los derechos humanos) se arriesgaba a ser impopular, en la era de Bush se arriesga a ser irrelevante.” Este movimiento, precisa, “no tiene sus cuarteles en Washington, pero si Washington se aparta, el movimiento pierde al único gobierno cuyo poder puede ser decisivo para detener las violaciones a los derechos humanos”.
Para evitarlo les recuerda a sus conciudadanos que EE.UU. todavía está pagando un precio por haber apoyado al sha en Irán. “En el mundo árabe de la actualidad –dice Ignatieff– se mira a los Estados Unidos como si hubieran estado junto a Luis XVI en 1789 y si llega la revolución a Egipto o Arabia Saudita se acabará en esos países la influencia norteamericana.”
En otro artículo de febrero pasado, publicado también en el New York Times, el columnista Michael Massing cita a varios expertos para demostrar que la democracia no puede establecerse muy rápido en los países que han sufrido grandes crisis económicas, sociales o raciales. Así, Susan Woodward, profesora de posgrado en la City University de Nueva York, sostiene que un rápido retorno a la democracia en naciones que han sufrido un conflicto armado puede favorecer que haya más violencia. Thomas Carothers, del Carnegie Endowment for International Peace, explica que las elecciones (en Africa) suelen ser costosas y llevan tiempo, porque hay que educar a la gente y entrenar observadores. Más sincero aún, el ex embajador Morton Abramowitz, miembro del International Crisis Group, opina que las elecciones muchas veces sirven para “solidificar el poder de los elementos más nacionalistas”.
Pensando en el día D de diversos conflictos como el de Afganistán, algunos expertos sostienen a rajatabla que “la primera prioridad es la ley y el orden”. Así se expresa textualmente Morton Halperin, que fue miembro del equipo de planeamiento del Departamento de Estado en el gobierno de Clinton y hoy dirige el Open Society Institute en Washington.
En ese marco, no dejan de suscitar alarma ciertas encuestas, como la que encargó en julio del año pasado el semanario británico The Economist a la empresa chilena Latinobarómetro, que registra una perceptible caída de la fe democrática por parte de los ciudadanos de quince repúblicas latinoamericanas. Incluyendo la Argentina, donde cinco meses después una gran cantidad de ciudadanos participó activamente en la caída del presidente Fernando de la Rúa e inauguró un virtual estado de asamblea en calles y plazas, que hubiera preocupado mucho a Thomas Hobbes y a los Padres Fundadores.

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