EL PAíS › LA HISTORIA DE UNA MADRE Y SU HIJA PROSTITUIDAS POR UN RUFIAN
El terror que se convierte en negocio
Por A. D.
Para ellas fue la experiencia del horror. Durante ocho años, y hasta hace unos pocos meses, sus vidas se cruzaron con el mundo de los rufianes, la trata de blancas, un antecedente por un caso de descuartizamiento en España y el secuestro de menores, todo potenciado por el cerebro alucinado de un psicópata. La historia de Pamela y de su hija tiene aspectos que cruzan la vida de las mujeres que trabajan en la calle entrampadas en el mundo manejado por rufianes y cafishios, pero la experiencia de las dos contiene lo peor de lo peor. Los diarios locales le dedicaron varias páginas durante los primeros meses del año. Raúl Rubén Videla, el hombre acusado por la supuesta explotación de las dos mujeres, está en la cárcel desde marzo.
Videla las conoció hace unos ocho años. Era un mendocino que se había instalado hacía tiempo en Río Cuarto después de un misterioso paso por España, donde había incursionado en la trata de blancas y negocios de sadomasoquismo. Hasta ese momento, Pamela no había estado con ninguno de los hombres de Río Cuarto dedicados al negocio de la explotación sexual. Ella recién se separaba. Videla la enamoró. “Terminó siendo un sádico: gozaba haciéndote daño, y gozaba pegándole a mi hija. Si no, no había forma”, dice la mujer. “Te encerraba, te hablaba, te tenía cuatro días sin dejarte salir.”
Las dos mujeres se mudaron a su casa sin saber que les esperaba el infierno. “Obligar, no me obligaba a trabajar –dice Pamela–, pero me enseñó todo lo que era el sexo, empecé a trabajar, pero el dinero que yo ganaba empezó a sacármelo.” La calle te cansa, dice, “no había ni sábado, ni domingo, ni fiestas, ni cumpleaños, ni nada: tenía que salir todo el tiempo a trabajar”. La mantuvo durante meses en la calle sin dejarla entrar a la casa: “Me hacía buscar hombres en la calle para tener sexo con ellos y él escucharlos por teléfono. Me agarraban ataques, pero ataques, hasta me hacía pis encima de los nervios”. Volvía a la casa despeinada, fingiendo cansancio para que la dejara dormir. Después de meses y de años, la situación se hizo insostenible. Pamela decidió dejarlo, pero él se había conquistado a su hija. Fue hace dos años. Miriam tenía 15. No entendía demasiado, sólo lo que ese supuesto “papá” le iba contando: “Te digo la verdad –dice Miriam–, me hablaba de ella, y yo me puse en contra de ella”. Videla primero las separó. Después se llevó a Miriam a una finca, después a la provincia de Mendoza.
–¿Estuve cuánto? –pregunta Miriam en voz alta–. Un año, casi un año trabajando. Fuimos a la casa de la hermana, y ahí me mandó a trabajar a un prostíbulo. Yo fui a preguntar directamente. Me mandó, después de leer un aviso en el diario.
–Tenías 15. ¿Igual te tomaron?
–No, me hicieron un documento falso. Los amigos de Videla.
–¿Podías salir?
–Estaba desde las siete de la tarde hasta el otro día a la mañana. El me pasaba a buscar, me iba a buscar y me llevaba a casa.
Vivieron en el centro. Miriam intentó escaparse dos veces: “Primero me quise ir una vez y me quemó los pechos con cigarrillos”. Jamás volvió a mostrar las marcas. Vive con el cuerpo tapado. Sólo su médico, ahora y después de mucho tiempo, puede acercarse.
En aquel momento, su madre no sabía dónde estaba. Sabía que estaba con Videla. Hizo denuncias, intentó averiguar el paradero, aportaba pruebas y hasta les pasó a los medios locales la foto de Miriam. La policía no escuchaba el reclamo, dice Pamela. “No me prestaban atención porque era una mujer de la calle. Hice denuncias, presenté la dirección donde estaba, todo; pero jamás fueron a la dirección a chequear nada.” Cree que parte de la estructura judicial lo sostuvo o le dio cobertura. Videla se movía con un recurso de amparo para protegerse. En Mendoza, Miriam salió tres veces con el mismo cliente. Un empresario español se ofreció para darle una mano. Con ese contacto consiguió salir de Mendoza. “A mí me hizo lo mismo que le hizo a mi mamá, primero me trata bien, después era cualquier cosa”, cuenta ahora. Cuando llegó de Mendoza, la historia volvió a repetirse, pero esta vez más traumática. Pamela encontró a su hija un día atada de pies y manos en su cuarto. “La tenía con un revólver en la cabeza y un cuchillo, intenté cruzar un pasillo, me agarró y me dijo que me quedara callada, si no, iban a matarla a ella.”
Estuvieron así hasta las cinco de la mañana. “Después nos sacaron y nos llevaron a un lugar alquilado como casa de trabajo. Estuvimos como dos días ahí. Videla quería que trabajáramos de vuelta para él. Otra vez se la llevó a mi hija.”
A partir de ese momento, las dos mujeres comenzaron a hablarse con señas para escaparse. Miriam sabía dónde guardaba el revólver, logró sacárselo y, cuando se distrajo, lograron fugarse. Hubo corridas, persecución. Y finalmente la cárcel para Videla.
Colaboró: Jorge Almirón.