EL PAíS › DESPUES DE LA MARCHA DE BLUMBERG

El miedo colectivo

La nueva aparición pública del empresario desató la discusión sobre su proyección. Los efectos políticos y mediáticos.

Eduardo Aliverti

El otro piquete

Hay, es cierto, la “noticia” de que el instrumento Blumberg se ha mostrado explícitamente como lo que es. Un operador de la derecha más reaccionaria. Un tipo que usa su tragedia personal para montar un discurso de peluquería de señoras, de “qué nos pasa a los argentinos” versión mano dura, de “repriman de una vez”. Lo peor le salió por todos los poros cuando apeló a figuras tales como “los derechos humanos de los delincuentes”. Digamos, entonces, que Blumberg y Asociados produjo novedades terminológicas y gestuales. Pero el resto ya estaba claro: que su convocatoria sería nuevamente masiva; que la inmensa mayoría de la grande prensa oral y escrita le haría coro, nuevamente, y que la derecha encontró a su mesías coyuntural.
Erich Fromm, en Miedo a la Libertad, señala que “... si no alcanzamos a ver el sufrimiento del individuo automatizado medio, entonces no nos habremos dado cuenta del peligro que amenaza a nuestra cultura desde su base humana: la disposición a aceptar cualquier ideología o cualquier líder, siempre que prometan la excitación emocional y sean capaces de ofrecer una estructura política; aquellos símbolos que aparentemente dan significado y orden a la vida del individuo. La desesperación del autómata humano es un suelo fértil para los propósitos políticos del fascismo”.
Ese pensamiento de Fromm viene a cuento. La cantidad de gente que Blumberg y Asociados movió el jueves es mayor pero similar, por ejemplo, a la que el pasado 24 de marzo se movilizó hacia Plaza de Mayo en conmemoración de repudio al golpe del ’76. La diferencia –aunque sea entre otras– es que en ese caso prácticamente no hubo cobertura periodística y en el del instrumento Blumberg los medios entraron en operativo conjunto. Prevención: no se trata de sobrevalorar el papel de los grandes medios. Pero sí de entender que, aun cuando no tengan manera de inventar la realidad, pueden manipularla. Construyen una urgencia de necesidad represiva, asentada en la lícita preocupación de la clase media (y de los sectores populares) por el incremento del delito. Y eso es lo que va penetrando en el imaginario colectivo como única salida posible, por mucho que nadie explique en qué consistiría, dónde iría a parar y contra quiénes, la dichosa represión. ¿Cuántas más cárceles quieren dónde para meter a quiénes que hacen qué? ¿Con cuál policía aspiran a reprimir un auge delictivo que es producto de qué cosa? ¿Van a hacerlo con una mafia de uniforme autonomizada que es gerente del propio delito? Son los autómatas que describe Fromm, pero son igualmente los generadores de una agenda pública capaz de crecer tanto como el Gobierno, y la misma sociedad, se muestran incapaces para contestar qué se hace para bien con una mitad de la población que se cayó del mapa o está en el límite. Son el huevo de la serpiente. Son los cómplices de no animarse a la módica utopía colectiva de sacarles algo a unos para darles un poco a los otros, al cabo de la orgía de transferencia de ingresos, de abajo hacia arriba, más descomunal de la historia argentina. Orgía avalada con los votos de muchos de quienes ahora se rasgan las vestiduras por la inseguridad.
José Pablo Feinmann, en la contratapa de Página/12 del 11 de abril de este año, sintetizó el decurso con una simpleza que vale reproducir. “Primero: a partir de 1976 se instala el Estado (neo) liberal, corrupto y mafioso. Esto se intensifica fuertemente en los noventa. Segundo: este Estado crea desempleo, marginalidad, exclusión, hambrientos. Tercero: esto crea delincuencia. Cuarto: el Estado (neo) liberal arma una policía poderosa (la policía crece, en un país, en relación directa al crecimiento de la pobreza). Quinto: esa policía se sustantiva. Se corporativiza. Se vuelve un ejército mafioso, temible e ingobernable. Sexto: se llega, por fin, a una sociedad en la que sólo hay ricos, policías y delincuentes. Los ricos les pagan a los policías para que maten a los delincuentes. Los policías, luego de hacerlo, quieren más y empiezan a secuestrar y matar a los ricos. Los ricos le piden protección al Estado. Pero el Estado es débil porque fue reducido para no entorpecer al mercado, que debe ser ‘libre’. (El Estado) Nada puede hacer contra una policía que los ricos tornaron poderosa para protegerse de los pobres. Una perfecta catástrofe.”
Quizá cabría agregar que muchos andan pensando en si no sería mejor volver al viejo esquema del funcionamiento policial-delictual. Recluime y matame a los negros, a los rateros y (hoy) a los secuestradores, en los guetos que corresponden. Sacámelos de San Isidro y aledaños geográfico conceptuales. Y cobrate como siempre. Con la falopa, el juego clandestino, la prostitución, los desarmaderos de autos. El menudeo. Pero no te metas en Capital ni me jodas a los honorables ciudadanos de la zona norte del conurbano.
En algún sentido, tarde piaste. El momento no da para arreglar así como así, y el rédito de robar a los pobres ya no es rédito. Por el momento, justamente, va a tener que pensar en otra cosa el cierto tipo de clase media que, el jueves, participó o avaló ese piquete fashion de Blumberg y Asociados.


Horacio Gonzalez *

TV y evangelismo político

Un cambio profundo en el lenguaje de la política argentina está por acontecer (casi estamos tentados a decir que se halla “en estado de parto”) y no parece que vaya a ser beneficioso para la vida pública democrática. En primer lugar, ha avanzado sorprendentemente una concepción pastoral y evangélica de la palabra política. En el acto de Blumberg hubo una sobrecarga de simbolismos genéricos vinculados a liturgias religiosas, destacándose las velas encendidas, los prólogos de los sacerdotes y la propia expresividad del señor Blumberg, en la que sin esfuerzo se reconocen rasgos de homilía y sermón puritano.
El acto blumberiano de plaza Congreso ofrecía una estética que parecía estrictamente apropiada para la gramática televisiva. Eran notorios unos lentos y largos planos con pequeños puntitos luminosos, esas velas que daban un aspecto promesante y sobrecogedor a la ciudad, pero que también rememoraban el origen técnico de la televisión, acumulación de impulsos lumínicos conjugados y titilantes que van formando las imágenes de pantalla. Entre televisión y ese tipo de oratorio urbano hay una mutua atracción. No se puede juzgar el horizonte político de esa manifestación en torno de la seguridad si no se acude al debate sobre el misal técnico de la televisión en su primer estrato de certezas y seguridad: esos pulsos luminosos conjugados son la estructura fundante de sus imágenes.
Desde una visión clásica, lo político se compone precisamente de un tipo de lenguaje que vincula aspectos argumentales, expresivos y teatrales que sin evadir ninguna liturgia, ponen la voz política fuera del marco genérico de la celebración ritualizada. El primer peronismo invocó aspectos celebratorios con tendencias al devocionario público, pero su idea esencial de “voluntad política” le impidió que creara un público eminentemente sacramental. Incluso el magnífico film de Leonardo Favio, Sinfonía de un sentimiento, aunque extrema la fusión entre sacrificio angélico, “ascenso y caída de la deidad” y redención política, no nos deja olvidar nunca que estamos ante una historia humana, social y conflictiva.
Ahora, el inadecuado retroceso de la política hacia el lenguaje evangélico, pone en riesgo la noción misma de libertad pública y autonomismo para revisar premisas ideológicas. Desde luego, los aspectos teológicos del lenguaje político no sólo son relevantes sino que se hace imposible encontrar discursos políticos significativos que no traduzcan de una u otra manera, una tensión vital entre emancipación y plegaria, liberación y sacrificio. Pero las movilizaciones por la seguridad descartan esa tensión, debilitando al pensamiento político. Aún los antiguos recursos de Alfonsín a la “oración laica”, a las primeras palabras del “verbo constitucional” y el pedido de un “médico ahí”, donde estaba la multitud que había que “sanar y proteger”, preservaban el sentido de libertad y autorreflexión del sujeto político.
El neo-evangelismo seguritista no sólo juega con el miedo colectivo y se atreve a premeditar un cambio en el Himno Nacional –se propone que la voz “seguridad” reemplace el triple grito de libertad, en un asombroso giro de desprecio hacia el patrimonio moral e intelectual de los argentinos– sino que cumple con el rol de exponer en los espacios abiertos de la ciudad una réplica de las retóricas y pastorales televisivas. Aquí también se puede observar que lo impensado de las tecnologías televisivas permite esas fantásticas anexiones, aunque lógicamente son más evidentes en las voces vinculadas al trabajo despótico con los tejidos profundos del pánico social.
El giro violento hacia los evangelismos antipolíticos ya estaban en el lenguaje menemista de “Argentina, levántate y anda” –con desdén evidente hacia las más rigurosas lecturas de las páginas bíblicas–, y luego se diversificaron por doquier. En los últimos tiempos, los profetismos, vaticinios y metáforas de iluminación de la doctora Carrió –que no se hallan de ese modo en ninguno de los textos de Hannah Arendt que dicen inspirarla– y el tipo de apelación profética e iluminada, aunque no sin fuertes dosis de picaresca de Castells, van introduciendo deterioros espectaculares en el patrimonio textual y la memoria discursiva de la Argentina. La pérdida del dramatismo real del ser político está a la vista y debemos debatir con lucidez con los neoevangelismos despolitizadores de las sociedades contemporáneas. Sin temores, con justicia social, con fraternidad, igualdad y libertad, la misma que cantamos en el himno argentino.

* Sociólogo.

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