EL PAíS › OPINION

El embrollo

Por Eduardo Aliverti

De nuevo debe recurrirse a la necesidad de ver las cosas políticas en una perspectiva que las organiza y les da un sentido conexo. De lo contrario es imposible, por ejemplo, hallar el puente entre los ruidos cada vez más estentóreos de la relación Kirchner-Lavagna y el creciente nivel de conflictividad gremial, con los telefónicos a la cabeza de un cuerpo que amenaza seguir creciendo.
Convendría empezar por lo segundo, para clarificar un fondo de la cuestión cercado por versiones de signo diferente que empiojan el análisis. Algunos jactados de conocer las cuitas de palacio aseguran que el conflicto lo impulsó el mismísimo Gobierno. El objetivo sería mostrar que el kirchnerismo tiene llegada a las organizaciones sindicales. Y que está dispuesto a emplearlo para que algunas corporaciones extranjeras tomen nota de ciertos grados de protesta y movilización populares, capaces de resistir los retrucos de los países de origen en el asunto deuda. Otros juran que detrás estuvo la mano de las propias empresas telefónicas, con el fin de presionar a favor del incremento tarifario –como meta inmediata– y después –o de paso– dejar claro que el papel de sus sedes centrales tampoco es chiste.
La primera observación es que ambas versiones son verosímiles. No significa que sean verdad. Tienen su lógica. Punto. Si es por eso también la tiene que pueden partir de un operativo destinado a desprestigiar a los sindicalistas y a sus bases. El poder sabe largo de ese mecanismo. Y vaya si lo usó con enorme eficiencia en los albores de los ’90, cuando se trataba, precisamente, de triturar la imagen de las empresas estatales para conquistar la aceptación social de las privatizaciones.
¿Cambia algo de lo sustancial según sea cierto alguno de los trascendidos? No: sin el caldo de cultivo del paro, y sin quienes paren, ninguno de los grandes jugadores puede hacer nada. El centro de lo que sucede con los telefónicos, y con los ferroviarios, y con los trabajadores de subterráneos, y con los maestros bonaerenses, y con los santafesinos, y con el conjunto de los conflictos laborales que no se multiplican pero sí dan acto de presencia aumentada en buena parte del país, es que la impunidad del discurso neoliberal –de mínima– ya no es tal. Ya no convencen acerca de que el vaso derramará sobre los que menos tienen apenas desborde, ni de las eternas bondades de la iniciativa privada, ni en torno de que el ingreso al Primer Mundo, o a donde sea, se consigue con más ajuste de los ajustados. Hay el lento retorno de una puja por la distribución del ingreso que ya no se circunscribe a las luchas inorgánicas de los más desprotegidos. Despunta, o eso parece, algo que acompaña a la soledad del movimiento piquetero. Hay cierta movida, después de mucho tiempo. Desarticulada, sin liderazgo, sin mayor atención mediática excepto por los conflictos de repercusión social inmediata. Pero hay movida. Y entre otros factores, proviene de un discurso oficial que insiste con la reparación de los sectores populares. Junto con el veranito de la economía tras cartón del derrumbe de hace tres años, ese discurso es lo que, momentáneamente, le garantiza la simpatía social a un presidente que arribó con menos de un cuarto de los votos y sospechado de testaferro de la banda duhaldista.
En sintonía con eso es que deben verse los encontronazos entre el jefe de Estado y su ministro de Economía. El oficialismo no tiene marcha atrás en su pretensión de ofrecerse a la sociedad como una alternativa diferente a las conocidas desde hace años. De la mano de varios gestos positivos en lo institucional, el Presidente sostiene su popularidad con un palabrerío de oposición a los acreedores –parcialmente corroborado– y con el viento propicio del momento internacional. Lo que fuere que amenace esa forma de construir consenso saca de quicio a Kirchner; y fue así que, con razón o sin ella, le endosó a Lavagna la responsabilidad por el parate de las negociaciones con los bonistas. Y en cada oportunidad que tuvo en estos días arreció su discurso de enfrentamiento contra las presiones externas y hasta provocó un enredo diplomático con el gobierno italiano.
Se puede creer o no en la autenticidad de esos mandobles presidenciales. Se puede pensar que son el producto de quien realmente está convencido de ir hasta las últimas consecuencias, o no más que el oportunismo de un dirigente populista. Pero hay algo fuera de duda: el clima que crea la verborragia agresiva de Kirchner, no importa si honesta o demagógica, favorece que se tensen los conflictos de clase y de intereses.
Lo concreto es que el Gobierno está preso o liberado por los marcos de la criatura que el mismo Gobierno creó para ganarse el apoyo popular. Si es lo uno o lo otro se comprobará cuando, eventualmente, se pase de la tensión a la agudización. Hoy no es fácil detectar si este ambiente de conflictos varios habrá de revertirse con la aceptación, en los sectores dominantes, de un retroceso en sus aspiraciones de máxima; y con la resignación social a que el 50 por ciento de argentinos empobrecidos y expulsados llegó para quedarse ahí. O si en cambio la tirantez tendrá un crescendo sin retorno. La derecha tiene sus problemas al cabo de una larga fiesta que vivió en exclusividad. Y el campo popular tiene los suyos porque nadie sale indemne de esa derrota terrible.
¿Acaso alguien puede tener la respuesta sobre cómo habrá de salirse, si es que se sale, de un embrollo semejante?

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