Martes, 2 de mayo de 2006 | Hoy
El domingo, los vecinos de Gualeguaychú encabezaron una marcha de 37 kilómetros hasta el puente internacional. Pidieron que se respete el tratado del río Uruguay.
Una marcha hacia el puente que cruza a Uruguay como la del domingo es lo más parecido que se pueda uno imaginar a Los argonautas de la cosmopista, el cuento de Julio Cortázar. Con un comunicado corto pero contundente pidiendo que se respete el tratado del río Uruguay, y que ni los Estados ni la banca internacional financien la construcción de las papeleras, la marcha se concretó a lo largo de 37 kilómetros sin que alguien se quejara. Se llegó al puente, se cantó el Himno, se volvieron a casa. Pero tardaron para ello entre 8 y 12 horas. Cien mil personas en marcha por una ruta de un solo carril son una infinita fila de coches en el horizonte. Y luego, bajados de sus asientos, son una columna tan larga como la que cuentan los mayores hubo en Ezeiza cuando lo del regreso de Perón. Después de una lluvia que el sábado hacia temer por las condiciones para la marcha histórica –como había sido promocionada– un día de sol espléndido y viento helado hizo que el acto contra la construcción de las papeleras fuera no sólo un éxito, sino un paseo tan largo como una procesión a Luján, pero sin ningún vendedor ambulante en todo el camino.
Estaba todo tan organizado en la multitud que ni siquiera ese detalle quedó fuera de los cálculos. La pulcritud de la marcha la hizo contundente, sobre todo vista desde el aire, pero un camino muy largo y agotador para los cien mil que la protagonizaron. A las 10 ya había actividad en el corsódromo de Gualeguaychú. Ante las tribunas vacías del sitio donde se hace el carnaval cada verano enfilaron los colectivos y los camiones para los de los barrios. Más atrás una columna de autos con choferes que a medida que pasaba el tiempo y nada se movía fueron comprendiendo que la odisea sería lenta.
El chofer del remise en el que viajó Página/12 parecía no entenderlo, por cierto. Cuando se dio cuenta, el hombre, que decía tener compromisos para la siesta prefirió hacer la del vivo, y empezó su carrera por adelantarse a la caravana. Así fue cruzando a otros manifestantes ansiosos que seguían los caminos alternativos, hasta entrar de costado y mostrando credenciales a la fila de la Ruta 136, interminable. Entonces vino el apuro final, al que hizo honores adelantando largas filas de “tortugas” al avanzar por el carril contrario, supuestamente previsto para las emergencias. Lo hizo a tal velocidad que en una hora logró adelantar unos 20 kilómetros. Fue cuando decidió que ya no más, que tenía que volver y se estacionó bruscamente en la banquina. Ante las amenazas del cronista se puso a agitar una campera en la ruta para parar a “algún amigo”. Los amigos pasaban, a esa altura, cuando parecía haberse aligerado el camino, haciéndole finitos. El cronista se sumó a la batida de camperas, asustado con la idea de quedarse para siempre ahí. Una familia, los Fernández Mansilla, a bordo de un Opel modelo 1979, se apiadó.
Adelante iban, tranquilos e imperturbables, Santiago al volante, de 31, y su esposa, Verónica, de 27. El, repartidor de pan lactal en la ciudad. Ella, ama de casa. Los tres niños, encantadores y dispuestos a jugar con el pasajero invitado a varios juegos al mismo tiempo: Karina, de 10, Fabián, de 6 y Yael, la pequeña y la más revoltosa, de 2. Los dos más grandes sabían adónde iban. Sus papás y en la escuela les habían contado. “Yo me imagino que si las papeleras no se van, esta tierra no va a servir más. Primero de todo se van a morir los peces, después vendrían las enfermedades, y al final mi papá se quedaría sin trabajo”, dijo la mayor.
Para Verónica es su primera marcha. Decidieron que tenían que estar a pesar de que el tanque no tiene nafta suficiente y corren el riesgo de quedarse. “Para nosotros es terrible porque ya venimos de Bahía Blanca, vivíamos al lado del polo petroquímico y Fabi sufría de enfermedades bronquiales permanentes. Nos vinimos y nunca más volvió a tener problemas.Ahora parece que nos quieren sacar también de acá.” Santiago dice que el peor fantasma es la migración, la cantidad de gente que se iría. “Los pobres nos vamos a tener que quedar siempre acá y vamos a pasarla peor que nadie”, dice con pasmosa adultez Karina, ante sus hermanos que la miran.
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