ESPECTáCULOS
El sueño eléctrico de una estrella de cine creada por computadora
Por Luciano Monteagudo
Alguna vez fue un director promisorio y hasta llegó a ser nominado al Oscar (por un cortometraje), pero sus tres últimas películas resultaron un fracaso en la boletería. Las cosas decididamente no le van bien a Viktor Taransky (Al Pacino) y menos aún cuando la estrella de su nueva película (Winona Ryder) lo abandona en medio del rodaje. Ante la prensa, ella alegará “diferencias creativas”, pero a Taransky se lo dice en la cara: el papel ni siquiera le importa; el verdadero problema es que su camarín es más chico –unos centímetros apenas– de lo que estipula su contrato. “Antes a las estrellas las creábamos nosotros”, se lamenta Taranksy, evocando a un Hollywood de oro que él ni siquiera conoció. También se llena la boca hablando del cine independiente de John Cassavetes, pero su productora (Catherine Keener), que alguna vez también fue su esposa, le recuerda que aquellos días de gloria de Nueva York “se acabaron para siempre”. Y parecería que Taransky también, hasta que de pronto descubre que, como Pigmalión, él también puede tener su Trilby, pero no necesariamente de carne y hueso, sino hecha de pixels, un sueño eléctrico materializado en la pantalla de una computadora y capaz de conmover al mundo como no lo podría lograr la actriz más talentosa y carismática.
En una sociedad cada vez más mediatizada, ¿hay alguna diferencia entre el mundo real y el virtual? En todo caso, ¿cuál es esa frontera? Más aún, ¿a alguien le importa? El productor, director y guionista Andrew Niccol, que escribió el libreto de The Truman Show y dirigió Gataca, dos películas que se planteaban algunos de estos interrogantes, sigue avanzando sobre el mismo tema en Simone, pero ahora con un perfil de comedia lunática, que no siempre domina. No se trata de que le falte humor; en todo caso lo que se extraña, precisamente, es vértigo, locura, sorpresa, considerando que el punto de partida parece lo suficientemente ácido como para que la película se convierta en una sátira cruel, que nunca alcanza a comprometerse como tal.
Toda la primera mitad de la película plantea bastante bien su juego. Gracias a un superprograma de computadora heredado de un genio desatendido, Taransky arma en su ordenador a su actriz perfecta, a partir de aquello que más prefiere de Audrey Hepburn, Lauren Bacall y Jane Fonda (descarta todo rastro de Meryl Streep). No sólo eso. Simone, tal como la bautiza (por Simulation One), siempre obedece a sus mandatos, nunca se queja de nada, no tiene exigencias ni de peinado ni de vestuario. Como ella misma dice, según las líneas que pone en su boca el propio Taransky: “Yo soy la muerte de lo real”. El problema es que cuando se convierte en una estrella, de la noche a la mañana, todos –empezando por la prensa amarilla y chismosa– quieren saber quién es, cómo vive, cuál fue su infancia. Y Taransky, como el demiurgo que nunca antes había logrado ser, entregado tanto a su mentira como a sus delirios de grandeza, no tiene más remedio que darle al público aquello que el público pide. “Al fin y al cabo –razona– Simone es más auténtica que toda la gente que la idolatra”. Claro, en algún momento su creación se volverá contra él. Es verdad que Taransky dio vida y voz a Simone pero Simone se hace tan famosa (el misterio de su existencia multiplica su popularidad, como sucedió en su momento con Greta Garbo) que Taransky empieza a depender cada vez más de ese fantasma, hasta sentir la necesidad de destruirlo. Es allí donde al film sin duda le falta vuelo, audacia, riesgo. En vez de llevar su premisa hasta las últimas consecuencias, el director y guionista Niccol prefiere refugiarse en un final conformista y complaciente y confiar en que buena parte del peso de la película lo cargue Al Pacino, con su espectacular histrionismo. Es gracioso escucharle decir, precisamente a Pacino, “¿quién necesita a los actores?”