ESPECTáCULOS › UNA COLECCION DE CD’S DE LA LEGENDARIA PORTEÑA JAZZ BAND
La tradición con un sonido propio
El grupo argentino más famoso en los festivales internacionales de jazz antiguo tiene casi 40 años de trayectoria. Página/12, a partir de mañana, editará una colección que recorre su carrera.
Por Diego Fischerman
La música de fondo de Buenos Aires, a mediados de la década de 1960, era mucho más variada que lo que cualquiera podría imaginar en la actualidad. Estaban los discos de los Beatles, por supuesto. Y con ellos los de los Rolling, los de los Hollies, los de los Shakers y los de los Gatos. Estaban también los sonidos de un nuevo quinteto, dirigido por un bandoneonista marplatense, que cambiarían para siempre las leyes de la música de esta ciudad. Y el abominable Club del Clan. Y el tango. Y el boom del folklore. Y los cantantes italianos y los festivales de la canción. Y la Missa Luba del Congo, que solía pasarse por la radio tanto como la avasalladora Bossa-Nova. Y estaba el jazz. Aparecían los grupos de lo que entonces era el jazz moderno. Los que recogían el guante arrojado por el Be-Bop y, más cerca, por Miles Davis e, incluso, por algunas experiencias satélites del free. Y aparecía, también, un fenómeno propio, que se repetía en muy pocas otras ciudades. El de los grupos dedicados a la investigación y recuperación de los estilos del jazz primitivo. Los que cultivaban los vocabularios diseñados por Kid Ory, por el Louis Armstrong de los Hot Five y los Hot Seven, por Bix Beiderbecke o por Fletcher Henderson. Entre esos grupos, uno, que en su nombre ya planteaba la tensión entre dos mundos aparentemente enfrentados, se destacaba y comenzaba una carrera que se prolongaría durante casi cuatro décadas. El grupo se llamaba –se llama– Porteña Jazz Band.
Había en ese nombre una declaración de principios. Se trataba de una banda de jazz y se trataba de una banda porteña. El desafío sobre el que se articularía la trayectoria de un grupo que en los ámbitos del jazz más tradicional se considera ya legendario sería, precisamente, el de encontrar un sonido propio –y propio de la ciudad de la que el grupo era originario y en la que sentaba su base de operaciones– sin dejar de respetar esas raíces que se reivindicaban como un credo. El lenguaje de la Porteña era el de ese jazz originado en lo que, en los comienzos del siglo XX, se escuchaba en todo el sur de Estados Unidos. El compositor de blues William Christopher Handy, a quien Armstrong rindió homenaje en uno de sus mejores discos, contaba que alrededor de 1905, en Memphis, sonaba una música muy parecida a la de Nueva Orleans y que “todas las bandas de circo sonaban de ese modo; toda la región del Mississippi estaba llena de lo mismo, sin que nadie supiera lo que pasaba en otro lado. Yo me enteré de la música de Nueva Orleans recién en 1917”.
La leyenda –y la necesidad de ritualizaciones que plantea toda cultura, incluso la del jazz– le concede a Nueva Orleans el privilegio de ciudad sagrada. Pero lo que había, más bien, era una forma de tocar que comenzaba a llamarse “jass” y que, más que una música de negros era identificada como la manera en que los negros hacían la música (mucha de ella, desde ya, de origen blanco). Por supuesto, hubo en Nueva Orleans y luego en Chicago y más tarde en Nueva York, grupos de blancos que aprendieron esa manera de tocar, que la cultivaron como propia y a la que llamaron, para diferenciarla de la de los negros, dixieland. De hecho, el primer disco de jazz que se registró en la historia fue el “Livery Stable Blues”, grabado el 26 de febrero de 1917, en Nueva York, por la blanquísima Original Dixieland “Jass” Band, que integraban Nick LaRocca en corneta, Eddie Edwards en trombón, Larry Shields en clarinete, Henry Ragas en piano y Tony Sbarbaro en batería. Obviamente, lo más interesante sucedía en otra parte que en esas imitaciones más o menos pueriles de relinchos equinos y demás sonidos del establo. Lo más interesante estaba en el talento como improvisador de Armstrong, que ya en enero de 1925 dejaría grabadas las reglas básicas del género en sus duelos geniales con la cantante Bessie Smith, en el notable estilo stride de Fats Waller y en la riquísima polifonía de los pequeños grupos de Nueva Orleans y alrededores, en los que la improvisación colectiva dictaba las leyes. La Porteña Jazz Band responde a ese espíritu pero lo hace, además, desde una tradición absolutamente argentina y, con mayor precisión, de la ciudad de Buenos Aires, donde ya en la década de 1930 las mismas orquestas tocaban, en los bailes, tango y jazz (hasta D’Arienzo hizo jazz, en sus comienzos), y donde coexistían armoniosamente, desde siempre, las “típicas” y las “jazz”. La Porteña es a la vez un icono de la celosa guardia de un estilo único del jazz y de ese clima de época de mediados de los años ‘60 y comienzos de los ‘70, en el siglo pasado, en donde la apertura, la curiosidad cultural, la novedad y el hallazgo de lo desconocido eran algunos de los signos de prestigio de una burguesía ilustrada. La Porteña, junto al Mono Villegas, Oscar Alemán, Hernán Oliva y los quintetos y cuartetos que cultivaban los estilos más modernos, formaban parte de ese mismo espíritu en que la novela de un escritor colombiano, publicada en la Argentina (que era una de las potencias editoriales de habla hispana), era saludada en la tapa de una revista de actualidad como acontecimiento. Primera Plana formaba el gusto como antes lo había hecho la iglesia o, de manera más recoleta, los suplementos culturales de La Prensa y La Nación. Cien años de soledad, de Gabriel García Márquez, vendía miles de ejemplares, los programas de televisión (incluso los más masivos) tenían lugar para Piazzolla, para Vinicius de Moraes, para algún músico de visita como Stan Getz (que apareció en “La Revista de Dringue” junto a su grupo, en el que estaba un jovencísimo vibrafonista llamado Gary Burton) y, por supuesto, para la Porteña. Este grupo, que actualmente integran Martín Müller y Ricardo Alem en trompetas, Carlos Bianchi en trombón, Carlos Caiati en saxo alto, Edgardo Bergalli en saxo tenor, Daniel Martino en saxos alto y soprano, Adrián Minuchin en tuba, Eloy Michelini en batería y Marcelo Borgonobo en piano y por el que pasaron músicos como el pianista Pablo Ziegler, sigue tocando y actuando. Con un éxito considerable en los festivales internacionales de jazz tradicional, hoy a las 23 terminan, por ejemplo, un ciclo que se desarrolló durante todo el mes en el Auditorio del Pilar (Vicente López 1999) y este lunes tocarán, con entrada gratuita, en el Paseo de los Inmigrantes. Esta colección de tres CDs –que incluye las grabaciones en vivo realizadas por la Porteña en Amsterdam, durante el Festival de Breda de 1975–, donde se recorren, además de varias décadas de trayectoria, muchos de los temas más importantes del jazz tradicional, es un tributo a la permanencia, a la coherencia en la defensa de un estilo y, también, a una época en que la democratización de la cultura era un bien en sí mismo. Una época cuyos valores, de manera empecinada y contra viento y marea, unos pocos sobrevivientes siguen levantando como bandera.