ESPECTáCULOS › LA BERLINALE MOSTRO SUS DIFERENCIAS EN LA ENTREGA DE PREMIOS

Berlín, entre la diversión y la denuncia

Dos obras completamente dispares entre sí, “Bloody Sunday”, de Paul Greengrass, y “El viaje de Chihiro”, film de animación de Hayao Miyazaki, compartieron el Oso de Oro.

 Por Luciano Monteagudo

Desde Berlín

”Cuanto más mejor, y todos más contentos”, respondió Mira Nair frente a un millar de periodistas de todo el mundo, que suspiraron con desaprobación cuando la directora hindú anunció que el premio mayor de la Berlinale iba a ser... compartido. En todo caso, el fallo del jurado –que presidió Nair e integró la directora argentina Lucrecia Martel– debe interpretarse seguramente como el resultado de las muchas diferencias entre sus miembros y que determinaron que el Oso de Oro de la 52ª edición del Festival de Berlín, que concluyó ayer, fuera otorgado ex-aecquo a dos obras completamente dispares entre sí: Bloody Sunday (Domingo sangriento), del realizador inglés Paul Greengrass, y Sen to Chihiro no kamikakushi (El viaje de Chihiro), film de animación del gran maestro japonés Hayao Miyazaki.
A su modo, la decisión del jurado no deja de ser histórica: es la primera vez que un film animado obtiene el premio mayor de uno de los tres festivales más importantes del calendario cinematográfico internacional, junto con Cannes y Venecia. El año pasado el nuevo director artístico de Cannes, Thierry Frémaux, ya se había atrevido a incluir en competencia a Shrek, pero ahora Berlín parece haber ido más lejos al otorgar su Oso más preciado a una película concebida a pura pluma y pincel, y realizada con los equipos más sofisticados de imagen y sonido digital. Lanzada recién acá en Berlín al mercado internacional, Chihiro viene de romper records de boletería en Japón, donde ya lleva recaudados 250 millones de dólares, una cifra superior a la que consiguió Titanic, por ejemplo. Esto no significa que ahora la nueva película de Miyazaki –quien desde hace cuarenta años está a la vanguardia del cine de animación japonés– vaya necesariamente a abrirse camino en el exterior. Su película anterior, Princesa Mononoke (1997), había sido un éxito en su país, pero fue ignorada fuera de la isla (en Buenos Aires se la pudo ver en algunas funciones clandestinas en video).
La diferencia, en todo caso, puede estar en que Chihiro es menos oscura y violenta que Mononoke. A la manera de Alicia en el país de las maravillas, una chica de diez años, Chihiro, se sumerge en un mundo de ensueño, con una lógica onírica, en la que aparecen todos los miedos y pesadillas de la infancia. Las imágenes de Miyazaki tienen un raro poder hipnótico, casi alucinógeno, que hablan de un universo muy personal, que es el que sin duda decidió premiar el jurado. Pero el Oso de Oro a un film de animación también habla de la pobreza general de los films de acción viva que presentó la competencia oficial de Berlín y que quedan reflejados en la otra película que compartió el premio, Bloody Sunday. El film de Greengrass narra con un estilo pseudo-documental una tragedia que los irlandeses no olvidan, cuando 30 años atrás el ejército británico cargó sobre una multitud de civiles que marchaban pacíficamente por las calles de Derry, dejando un saldo de 13 muertos. El problema con Bloody Sunday es que no parece ofrecer nada demasiado diferente de lo que hubiera sido una buena cobertura de televisión de aquellos hechos.
Más grave quizás que la calidad de los films en competencia –una materia siempre abierta a discusión– es la falta de una idea rectora, de una cierta mirada, de un criterio de programación. Da la impresión de que para su primer festival, el nuevo director de la Berlinale, Dieter Kosslick, hubiera elegido algunos de los films más por la resonancia de su tema –Holocausto (Amen, de Costa-Gavras), terrorismo (la alemana Baader), racismo (la norteamericana Monster’s Ball)– que por sus virtudes cinematográficas. No se entiende tampoco qué hace un film tan torpemente dirigido a la boletería, como The Shipping News, de Lasse Halström, por ejemplo, junto a una pequeña joya como Lundi matin, del georgiano Otar
Iosseliani, que se llevó con toda justicia no sólo el Oso de plata almejor director sino también el premio de la crítica internacional (Fipresci).
Las secciones paralelas de la Berlinale, el Panorama y el Forum del Cine Joven (donde la argentina Un día de suerte, de Sandra Gugliotta, ganó el Premio Caligari), tuvieron en cambio una selección mucho más rica y rigurosa. En el Panorama, además de su excelente programa de documentales, hubo más de una película de ficción que podría haber estado en competencia (entre ellas la alemana Bungalow y la brasileña O invasor). En el Forum siempre hubo lugar para la sorpresa, especialmente en el marco del cine asiático, que este año estuvo más representado que nunca, con toda una sección dedicada al nuevo cine chino, titulada “Sombras eléctricas” (la traducción literal del ideograma correspondiente a nuestra palabra “film”).
En todo caso, el mérito de Kosslick al frente de la nueva Berlinale hay que buscarlo en su capacidad de gestión como político. Creó el Berlinale Film Fund, un proyecto de cooperación para ayudar a financiar films de riesgo (entre ellos el próximo de Lucrecia Martel, La niña santa) y, mejor aún, logró integrar este fondo a otros ya existentes, como el Hubert Bals Fond, del Festival de Rotterdam, el Göteborg Film Festival Fund y el fondo de la Fondazione Montecinemaverità, del Festival de Locarno. Hasta ahora, todos estos eran festivales que –tácita o abiertamente– rivalizaban por acaparar cineastas emergentes. Ahora, Berlín logró sentarlos a una misma mesa para limar asperezas y sumar esfuerzos, como una forma de apoyar los films de las nuevas generaciones.
En esa misma dirección va otro megaproyecto de Kosslick, el llamado “Talent Campus”, que piensa instrumentar a partir del año próximo, una multitudinaria reunión de cineastas jóvenes de todo el mundo, que serán invitados especialmente para confrontar experiencias y sacar provecho de un festival de la magnitud de la Berlinale. Todo esto parece apenas la punta del iceberg del nuevo Berlín que, sin embargo, no debería descuidar –particularmente en la competencia– aquello que siempre fue y seguirá siendo el corazón de un festival: la excelencia de las “sombras eléctricas”.

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