SOCIEDAD
Turistas que ni la crisis espanta de Mar del Plata
Veranean en las playas marplatenses hace décadas y no se mueven de ahí. Ahora tienen su propio museo: el de los Antiguos Veraneantes. Y recuerdan cuando para llegar a la ciudad había que pasar la noche en el camino. O cuando las mujeres iban al agua vestidas.
Por Alejandra Dandan
Desde Mar del Plata
Hace dos meses hizo una promesa: no volvería al mar hasta que pusieran un termotanque en el hotel. Ahora que está vieja, ya no soporta ni el agua fría, ni las largas brazadas que hacía todos los días desde el Torreón del Monje a Punta Iglesias. Josefina Carmen de Frasca Ponce es esa clase de veraneantes que sólo puede tener Mar del Plata: los fanáticos, los que no se cansan de volver y han pasado aquí mismo todos los veranos de sus vidas. “Es como tratar de explicarte por qué querés a un hijo: porque sí”, dice esa mujer que hasta eligió este mar para arrojar las cenizas de sus muertos. Estos turistas de pura raza son los únicos que no se van ni espantados por la crisis. Están acá y ahora hasta tienen su club de fans: aunque no le pusieron ese nombre, el Museo de los Antiguos Veraneantes apareció este año para rendirles homenaje. El Museo funciona dentro de un bar de la avenida Luro y a través de la imágenes recorre la historia de esta ciudad fundada a fines del siglo pasado como estación de baño de la aristocracia porteña. Página/12 recorrió el Museo pero además estuvo con quienes vivieron esa historia y se han hecho dueños de este lugar por pura ¿resistencia?
Agustín Sarría es fan hace 56 años. Nunca dejó ni Mar del Plata ni esta parte de la playa que su familia siempre ha llamado Las Lomas. Este señor que está sentado en una de las reposeras más caras de Playa Grande heredó la pasión de su abuelo. El viejo Sarría llegaba todos los años en una Chevrolet modelo `28 con capota, en los tiempos en los que no había ruta de asfalto y el trayecto tenía más de safari que de cosa placentera. Como no había puentes para cruzar los canales de la ruta 2, atravesarlos era una odisea. Cuando el coche de don Sarría llegaba al canal tenía que bajar de él para acomodar dos rieles de fierro: “Eran como los de las estaciones de servicio –explica el nieto–, había que juntar los fierros o agrandarlos de acuerdo a la trocha del auto”. Con todo, el viaje se hacía tan largo que paraban en Lezama, a mitad de camino, buscando un reposo para pasar la noche.
Pero ningún obstáculo podía detenerlos, ni a su abuelo ni a Agustín que se hizo tan fanático de este lugar, pero tanto, que habla de Mar del Plata como si tuviera entre manos un plan de recuperación nacional: “Es que esta ciudad es nuestra, es argentina, y siempre nos permitió usar nuestra moneda y también por eso nos quedamos acá:
–Pero Agustín, ¿nunca un viajecito a Punta del Este?
–No –se apasiona–. Fui dos veces en mi vida, sólo para conocerla. Me pareció muy snob. Pero mucho: la gente va lucir sus riquezas, sus lujos; todo lo contrario de lo que pasa acá.
Alguna vez Mar del Plata fue tan snob como las costas esteñas. Eso pasó hace mucho, cuando los abuelos de Jorge Fernández Esquenone se codeaban aquí con los Luro, los Peralta Ramos, los Anchorena, todas las familias patricias que en 1880 comenzaban a llegar para pasar el verano en los alrededores de la Bristol, la única playa oficial que se inauguró el 8 de enero de 1888. En ese lugar, la rambla era una pasarela de lujo, de esplendor y, cuenta Esquenone, “de exhibicionismo donde las mujeres paseaban con sus atuendos, las joyas y su elegancia:
–¿Y las mallas? ¿No usaban mallas en la playa?
–No –contesta Esquenone casi espantado–: El traje de baño se usaba sólo en la carpa y al principio las mujeres iban con las capas hasta la orilla del mar.
Las costumbres evidentemente cambiaron mucho. Es muy difícil a veces entender que entre esas mujeres hay que rastrear la historia, por ejemplo, de las tendencias que llevaron la moda hasta la microbikini. Pero fue así, aunque aquellos trajes de baño eran de todo menos descubiertos: “Medias de lana, zapatillas de goma, traje de baño enterizo, cubiertos hasta conmangas y una gorra con volado: nada de ver nada”, termina de decir Esquenone, que fue uno de los impulsores del Museo que funciona en el Café Mateo, de Luro 2402.
De esas mismas mallas completamente recatadas que las mujeres resistieron hasta bien entrados los años `30 hablan también los amigos de Sarría, que a esta hora toman sus recoletos baños de sol en Playa Grande. Las señoras que Sarría veía cuando era chico usaban hasta un voladito adelante parecido a una pollera. “Hoy tenés que decirles `Ponete un pedacito más de tela para taparte”, se mete Walter Morandi, uno de los amigos más viejos de la ronda de vecinos. Morandi tiene 72 y no abandona Mar del Plata desde que la rambla del centro era de madera, cuando todavía se podía caminar sin gente “peligrosa” en el centro y las salidas sólo de vez en cuando incluían un restaurante. De todo eso no se acuerda él sino su mujer, Julia que ahora le pasa letra desde la esquina de la carpa.
J: ¿Restaurantes? No se iba nunca. No existía ese tipo de salidas.
W: Nunca, a lo sumo una picadita.
J: ¿Y te acordás Walter, del tranvía abierto? Yo era chiquita, mi tía me llevaba a pasear pero no estaba cerrado, tenía los asientos de costado y me acuerdo que las señoras iba con grandes sombreros.
Todos ellos forman parte de la segunda época de Mar del Plata, el momento en el que comenzó a llegar la clase media. Esa apertura que empezó en los treinta, se profundizó cuando el peronismo abrió los hoteles para los gremios. Ahora que los operadores de turismo locales anuncian la muerte del turismo sindical, aparece este Museo dónde los fans más legendarios reivindican sólo la parte elegante de la historia.
–Pero, a ver Josefina: ¿Por qué viene desde hace setenta años?
–A nosotros nos gustó. Y tanto es así que cuando falleció papá y mamá los cremamos y tiramos las cenizas en La Bristol.
–¿Y si tuviese que explicar por qué?
–Y, no. Es un amor, es como que trates de explicar por qué querés a un hijo: porque sí. Mirá que conozco Europa y todo, pero no.
Cuando era chica, Josefina no podía meterse al mar después de las dos de la tarde. A esa hora se prohibían los baños. Nadie podía tomar baños de mar ni de sol por cuestiones casi litúrgicas: “Había principios terapéuticos pero existía el almuerzo como institución y con lo copioso que era, ir a bañarse después podía ser un desastre”, dice ahora Esquenone. Josefina estuvo en varias de esas mesas donde había sopas, entrada, fiambres, carne y hasta postre. Mientras la familia comía todo eso y ella se preparaba para reunirse con sus amigos en los médanos, en las playas aparecía la otra clase, la servidumbre, como recuerdan acá a los empleados que a partir de las dos tenían permiso para meterse al agua.
Las historias de aquella época son demasiadas y aparecen en todas las charlas que los más viejos repiten apenas se encuentran en la playa. Así, de casualidad, aparece Raúl Hidalgo, uno de los veraneantes más viejos que empieza a hablar cuando se cruza con Josefina. La historia en común los lleva a un lugar distinto. Hidalgo se acuerda de la estación de trenes y de un ferrocarril que salía de Constitución todos los viernes a la noche transportando especialmente a la población masculina de la playa: “Le decían el lechero a ese tren: porque traía a todos los maridos:
–Y de ese lugar dónde se tomaba vermouth ¿te acordás? –le pregunta a Josefina que, vale la aclaración, recién acaba de conocerla.
–Era La Reforma. Cómo no me voy a acordar, si ahí servían whisky auténtico, te ponían de la botella y nunca se conseguía mesa.
–¿Y de Ricardito?
–¡Ricardito!
–Ese se hizo famoso porque siempre decía: `Qué te voy a cobrar?` Y al final terminaba cobrándote el doble. Ahora no existe ninguno de esos lugares que ellos todavía disfrutan tanto. Tampoco está en pie el bar donde Coca Cola hizo la campaña de lanzamiento de una bebida que tenía tanto pero tanto gusto a remedio que la primera vez la ofrecieron gratis: “Le ponían una rodaja de limón para cortarle ese gusto especial que tenía, mirá que fue hace cincuenta años pero tan fea me pareció –dice Josefina– que nunca más pude volver a tomarla”.
Los históricos todavía seguirán hablando, de Coca Cola pasan a las peluquerías y las noches del casino el día de la inauguración y después irán a la rambla y al final dejarán ese gran túnel del tiempo. Lo dejan por un rato. Cuando vuelven en sí, se miran viejos frente a la misma línea de horizonte que los hacía estallar de risa cuando eran chicos.