PLACER › SOBRE GUSTOS....

Vacaciones gasoleras

 Por Verónica Abdala

Llegamos a Bahía con las valijas repletas de ropa, bronceadores y cremas hidratantes que supimos inútiles en el mismo momento en que respiramos la pobreza del suelo brasileño, y criteriosamente decidimos liberarnos de toda exigencia estética, y de las otras. Eramos cinco chicas de 20 años, y habíamos partido en plan veraniego con (muy) poca plata. Estaba claro que si pretendíamos que ese montoncito de billetes nos durara un mes y nos permitiera llegar al norte del país, como habíamos planeado, nuestros gastos deberían estar acotados a los artículos básicos y a las actividades estrictamente necesarias. Ese razonamiento nos llevó a alojarnos en la posada más barata que encontramos, en el centro de esa ciudad brasileña: Bed & Breakfast, se llamaba. Y la verdad es que, en virtud de lo que ofrecía, el nombre le quedaba grande: las camas, ni siquiera tenían las sábanas limpias, y eran más bien un apiñadero de colchones. Y el desayuno se reducía a un café con leche por persona y a un desabrido suco de mango. (Si uno deseaba agregar tostadas y dulce al menú, podía pedirlo. Eso sí, había que pagarlo aparte, ya que no estaban contempladas en el precio de la habitación, por la que desembolsábamos cinco dólares diarios.)
La mujer que atendía la recepción (un clon de Kathy Bates, la protagonista de Misery), dormía, comía, y vaya uno a saber cuántas cosas más, en un colchón que tiraba al piso, detrás del mostrador de la “recepción” del precario mobiliario. Y se desvivía por su huésped preferido: un músico sueco llamado Sasha, que por razones que nuestro limitado nivel de inglés nos impidió comprender, había interrumpido su “viaje sabático” por el mundo para recalar, en plan masoquista suponíamos, en aquella espantosa posada. Cada noche, después de inconfesables pasatiempos, y antes de acostarnos, Sasha nos sometía a tortuosas improvisaciones en su guitarra, que nosotras, tentadas hasta el dolor de estómago, de todos modos celebrábamos con efusivos aplausos. El se despedía con una sonrisa bobalicona, para reaparecer al día siguiente con otro tema de su malogrado repertorio.
En Bed & Breakfast no había agua corriente, tampoco. El baño era un reducto diminuto y maloliente. Y la copa de licuado de tutti fruti con que nos despidieron el día que partimos rumbo al Morro de Sao Paulo (sin dudas las sobras del mango del desayuno mezclado con alguna otra porquería), era directamente un lujo. Se preguntarán, a esta altura, por qué nos castigábamos de esa forma. Pues debo decir que pocas veces me divertí tanto como aquel verano de pura risa. Es cierto que a medida que uno crece (¿o envejece?) aspira a cubrir ciertas comodidades básicas, cuando puede, sobre todo en un país que nos somete durante el resto del año a penurias de toda clase. Pero también es verdad que a veces, uno es feliz con nada.

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