ESPECTáCULOS › “LA MIRADA DE LOS OTROS”, UNA COMEDIA ACIDA SOBRE HOLLYWOOD
Cómo dirigir una película a ciegas
De vuelta en forma, Woody Allen arremete contra la concepción del cine que impera en las mansiones con pileta de Beverly Hills.
Por Luciano Monteagudo
Ya se sabe: Woody Allen ama Nueva York y detesta Hollywood. Lo dijo una y otra vez en la mayoría de sus 35 películas y muy particularmente en Dos extraños amantes (1977), donde se ensañaba hasta con el sol que brilla en California y que él no puede tolerar. Ahora en Hollywood Ending (insólitamente rebautizada para su estreno local como La mirada de los otros), Woody vuelve a la carga contra el tipo de cine que se perpetra en las mansiones con piscina de Beverly Hills y también, por supuesto, contra la peculiarísima fauna que las habita. Y no lo hace mal, al punto que por fin parece retomar un poco el humor y el ingenio que parecía definitivamente perdido en Ladrones de medio pelo (su peor película en décadas) y que apenas asomaba con intermitencias en los mejores pasajes de La maldición del escorpión de jade, su film inmediatamente anterior.
Aquí Allen es Val Waxman, un director que supo tener su prestigio, que ganó incluso un par de Oscar, pero que desde hace un buen tiempo está fuera de circulación y es un auténtico has been. A causa de sus manías y de sus neurosis, en Hollywood no lo quieren ni ver en fotos. Y lo más cerca que llega a estar de una película es un comercial de desodorantes que tiene que filmar en medio de una tormenta de nieve en la frontera con Alaska y cuyo rodaje deja inconcluso, en medio de los alces. Para colmo de males, su ex mujer, Ellie (Téa Leoni), que supo ser su productora, lo dejó rezongando solo en Nueva York, se mudó a Los Angeles y está comprometida con el jefe de un gran estudio (Treat Williams) que, en su orgullosa, soberbia ignorancia no cuesta reconocer un retrato de Harvey Weinstein, el temido patrón de Miramax (por cierto, el estudio rival de DreamWorks, la compañía que últimamente respalda a Woody).
Que Ellie vuelva a pensar en Val para un proyecto llamado La ciudad que nunca duerme y que se pretende un ambicioso homenaje a Nueva York parece más una expresión de conciencia culposa que una decisión artística. “No hay otro director como él”, lo defiende una y otra vez. Y es verdad: ningún otro director puede llegar a ser tan inseguro, al punto que una vez convencido por su agente (Mark Rydell) de que se trata de una oportunidad única para relanzar su carrera, Val –antes del primer día de rodaje– se queda psicosomáticamente... ciego.
Hay algo de la ya muy lejana Recuerdos (1980) en esta Hollywood Ending, en la medida en que allí Woody –por entonces en clave felliniana– también interpretaba a un cineasta maniático y depresivo. Y en sus pullas a la vanidad y frivolidad del mundo del espectáculo, su nueva película remite sin duda a Disparos sobre Broadway y particularmente a Celebrity. Pero a diferencia de esos antecedentes, aquí la mano de Allen parece más liviana y menos pretenciosa. Se diría que por momentos incluso se divierte a la manera del viejo vodevil, con esos inverosímiles enredos que se suscitan en el set de filmación, donde casi todos ignoran que Val es incapaz de ver aquello que está filmando.
Las bromas internas están a la orden del día y se suceden los nombres propios (Peter Bogdanovich es uno de varios), pero no por ello Allen deja de reírse un poco de sí mismo, como cuando exige –como él solía hacer cuando convocaba al iluminador de Zhang Jimou– un director de fotografíachino, que sólo habla mandarín y de quien se dice que tiene una amplia experiencia en “los documentales del Ejército Rojo”. Hay también alguna veta melodramática (el reencuentro de Val con su hijo), en la que la crítica francesa quiso ver un homenaje a Charles Chaplin, pero ése se diría que es el costado menos logrado de su película y que esa comparación sólo puede provenir de esos mismos críticos incondicionales a quienes Allen les dedica el final feliz del que habla Hollywood Ending.