ESPECTáCULOS › “ROCHA QUE VOA”, UNA EVOCACION DE GLAUBER POR SU HIJO ERYK
La revolución como un sueño eterno
El brasileño Glauber Rocha fue una figura fundante del Nuevo Cine Latinoamericano. El film que le dedica su hijo sigue sus huellas.
Por Luciano Monteagudo
El brasileño Glauber Rocha (1939-1981) no fue solamente uno de los realizadores fundamentales del nuevo cine latinoamericano sino, también, uno de sus intelectuales más lúcidos, controvertidos y desafiantes, siempre dispuesto a tomar el camino más riesgoso, el de la vanguardia. El director de Barravento (1961), Dios y el diablo en la tierra del sol (1964), Tierra en trance (1967) y Antonio das Mortes (1969), entre otros hitos del cine del continente, supo también desarrollar una amplia, dispersa y proteica obra teórica, que sentó las bases conceptuales no sólo del cinema novo brasileño sino del cine revolucionario del continente, que luego desarrollaría en la Argentina, con su propia modalidad, el Grupo Cine Liberación, liderado por Fernando Solanas y Octavio Getino.
“Mientras América latina lamenta sus miserias generales, el interlocutor extranjero cultiva el gusto por esta miseria, no como síntoma trágico sino solamente como dato formal en su campo de interés. Ni el latino comunica su verdadera miseria al hombre civilizado, ni el hombre civilizado comprende verdaderamente la miseria del latinoamericano”, escribió Glauber en enero de 1965, en un vuelo entre Los Angeles y Milán, en un texto que luego se conocería como el manifiesto “A estética da fome” (La estética del hambre), en el que se reivindicaba la violencia de la “galería de hambrientos” que recorría el cine brasileño, desde Aruanda hasta Vidas secas.
En Rocha que voa, su hijo Eryk (Brasilia, 1978) intenta reconstruir ese vuelo poético de Glauber, a quien apenas llegó a conocer. Para ello, elige concentrarse en la relación del cineasta con Cuba, a partir de una serie de testimonios orales que quedaron registrados en la isla cuando Glauber se instaló en 1971 en el barrio de Cayo Hueso, en La Habana. Sobre esa profusa, verborrágica materia sonora, plena de hallazgos, iluminaciones y contradicciones, Eryk va vertiendo a su vez una catarata de imágenes, que incluyen sus propios registros de la isla y de los testimoniantes privilegiados que trataron a su padre, con materiales de archivo de los films de Glauber y de su época.
“El artista latinoamericano está preso de un lenguaje, está colonizado, y necesita desvincularse del racionalismo de la cultura burguesa, para encontrar un nuevo lenguaje”, propone Glauber desde la banda sonora, en el comienzo mismo del film. A partir de esa consigna, Eryk reniega de las estructuras lineales y de una organización cartesiana de sus materiales, para preferir en cambio la vía de la experimentación y la yuxtaposición dialéctica. El resultado es buscadamente lírico, por momentos caótico y a veces también reiterativo y tedioso, aunque nunca por la palabra de Glauber (con quien no es necesario estar de acuerdo para apasionarse por sus dichos) sino por los solarizados y la edición espasmódica con que Eryk abusa incluso de sus entrevistados, entre quienes se encuentran viejos patriarcas del cine latinoamericano como Fernando Birri, Julio García Espinosa y Alfredo Guevara.
Contra ese discurso institucionalizado, Eryk tuvo el hallazgo de incluir el testimonio de María Tereza, su compañera durante su temporada de exilio en La Habana, que recuerda a “una persona muy necesitada de afecto, como un chico grande” y que en esa evocación aporta una mirada íntima capaz de darle una dimensión humana al personaje.