ESPECTáCULOS
“A penar de toro”, el encuentro entre un matador y García Lorca
Basándose en la historia de Ignacio Sánchez Mejías, Diego Starosta le dio forma a una obra pasional, definida como “réquiem teatral”.
Por Cecilia Hopkins
En agosto de 1934, a los 45 años, en un pueblo de La Mancha, el torero Ignacio Sánchez Mejías moría a raíz de una cornada que le atravesó el muslo de lado a lado. El hombre había resuelto volver a torear –ya había participado de 424 corridas y matado 880 toros– luego de siete años de ausencia en el ruedo, desde que había decidido volcarse de lleno a la literatura y probar suerte con el teatro, como dramaturgo. Hacia 1927 había tenido la oportunidad de conocer a Federico García Lorca y frecuentar el mismo círculo de amistades. El poeta Rafael Alberti lo recordó como a un hombre que “en lo físico y en todo no era un andaluz de gitanería sino clásico, grave, perfilado y severo de la Sevilla romana de Trajano. Mas a pesar de su aire pensativo, solía ser divertido, gracioso y burlón”. Estando en Madrid, a días de conocida la noticia, Lorca escribió en homenaje a su amigo un extenso poema que llamó “Llanto por la muerte de Ignacio Sánchez Mejías”, justo dos años antes de morir él mismo, también en agosto, pero asesinado por la guardia civil en las afueras de Granada. Inspirado en la vida del torero y en textos del propio Lorca, el actor y director Diego Starosta realizó la dramaturgia de A penar de toro, espectáculo que definió como “réquiem teatral”.
Con la camisa manchada de sangre, un personaje se incorpora del cajón donde yacía hasta el momento para sacar a paladas de su interior las flores rojas que luego tapizan el escenario. ¿Es el mismo García Lorca, con las señas del fusilamiento sobre el pecho, o es el torero que en el poema detenía su vida “a las cinco en punto de la tarde”? Con el correr del espectáculo se aclaran algunas cosas y se propone un juego de ambigüedad en otras. La misma camisa ensangrentada aparece multiplicada en los paneles que cubren el fondo de la escena, esta vez no solamente en alusión a los dos andaluces muertos en violentas circunstancias, sino también a otros que cayeron tal vez por muerte natural pero igualmente enfrentados a sus destinos. Porque en la obra, la acechanza de la muerte y otros desafíos que plantea la vida no son temas solamente referidos a los dos personajes mencionados. También aparecen vinculados al acontecer del hombre común, según se descubre en los versos y canciones de diferentes orígenes que se hacen oír a lo largo del montaje.
Tomando al denim azul como tela de base, el vestuario de los tres personajes –el torero/poeta (el propio Starosta), su amada (Moyra Agrelo) y un enigmático personaje (Walter Velázquez) sabedor del arte de los toros, mediador entre la vida y la muerte– mantiene en los tres casos discretas resonancias españolas, pero también un cierto aire tanguero que los torna cercanos. El trío construye en contrapunto una seguidilla de briosas danzas de rechazos y persecuciones, base rítmica sobre la que se imprime una letanía de textos poéticos que enhebra un dramatismo que, a sabiendas, suena distante y sin énfasis. No obstante, la pasión no está para nada ausente desde el momento en que el arte de la tauromaquia se expone como metáfora de la lucha por la vida. A la incesante danza de los anhelos y bruscos desencuentros amorosos le sigue el ritual de la despedida. Pero ya no hay penas que rememorar sino que basta una copa de vino para celebrar con mansedumbre –y alguna humorada– el fin de la existencia. Y una delicada melodía que va apagándose para simbolizar elpaso de una forma de vida a otra. Si bien el montaje de Starosta es rico en imágenes y situaciones, el espectáculo flaquea en el diseño de iluminación: una luz mortecina crea un exceso de sombras que por momentos desluce formas y colores, restando atractivo a escenas y personajes.