ESPECTáCULOS › “EL FONDO DEL MAR”, DE DAMIAN SZIFRON, CON DANIEL HENDLER Y DOLORES FONZI
Toledo, el largo viaje del día a la noche
En su debut como cineasta, el creador de “Los simuladores” se anima a bucear más profundo y entrega un film de una puesta en escena ejemplar sobre esa enfermedad oscura
Por Luciano Monteagudo
“Yo cocino, yo hago las compras, yo soy el celoso... ¿Cómo puede ser? Yo, que pensaba vivir una vida de viajes y aventuras y soñaba con ser Sandokan, ahora lo único que quiero es casarme con ella y tener hijos.” El bueno de Toledo (Daniel Hendler) se lo explica muy bien a sus amigos: está perdida, irremediablemente enamorado de Ana (Dolores Fonzi). Y no puede hacer otra cosa que pensar en ella, llamarla por teléfono, preguntarse dónde está, qué hace, con quién. Toledo está terminando la carrera de arquitectura, pero a pesar de que “tiene ideas interesantes”, como le señala su profesor (Rafael Filipelli), viene demorando su proyecto final desde hace meses. Confiesa que le resulta imposible sentarse frente al tablero de dibujo y dejar de pensar en Ana. ¿Y si Ana lo engañara con otro? ¿Y si esa fiesta que dice que es de trabajo y que tiene que ir sola con sus compañeros del estudio fuera una excusa? ¿De quién es ese zapato de hombre que encuentra a los pies de su cama?
Para su debut en el largometraje, el director y guionista Damián Szifrón (que inició este proyecto bastante antes de su consagración como el creador de “Los simuladores”) eligió un motivo clásico: los celos. Y su puesta en escena también es clásica, con un relato que hace de la excelencia de la narración no sólo su primer motor sino también su objetivo final, como si se tratara de disfrutar el placer de contar una historia de la mejor manera posible y, al mismo tiempo, de cumplir con una obligación consigo mismo como cineasta.
Se podría pensar que El fondo del mar empieza, más que ninguna otra película argentina reciente –salvo Nueve reinas, con la que comparte esa filiación con la construcción clásica–, desde un guión de hierro, pleno de detalles, sutilezas y sobreentendidos, que se van sumando y van enriqueciendo paulatinamente el conjunto. Nadie explica cómo y quién es Toledo, pero al rato de compartir su vida cotidiana (un viaje en auto, sus llamadas telefónicas, una clase en la facultad) el espectador va sabiendo de sus manías y obsesiones, de su incipiente talento, pero también de su inseguridad, de sus dudas y de su inmadurez. Para alguien que querría tener su vida ordenada como un plano inmaculado en su mesa de trabajo, que no soporta ver ni un solo objeto fuera de lugar y que quiere tener todo bajo control, su amor por Ana es –un poco como el protagonista de la novela Ese dulce mal, de Patricia Highsmith– un problema, casi una enfermedad.
Y sucede que Toledo –que sólo se permite distraerse fabulando con las profundidades del fondo del mar, donde supone que puede encontrar el remedio para su asfixia cotidiana– finalmente somatiza, sus temores se corporizan. Y su peor pesadilla parece volverse realidad. Allí donde menos lo esperaba aparece un hombre (Gustavo Garzón) entre él y Ana. Un tipo que parece su antítesis: seguro de sí mismo, canchero, desagradable. ¿Quién es? En ese largo viaje del día hacia la noche en que se convierte la película de Szifrón, Toledo lo seguirá obsesiva, ridículamente, para terminar descubriendo más cosas de sí mismo que de su presa. En ese recorrido la película va tomando partido, por Toledo, por supuesto, que es una suerte de antihéroe un poco a la manera del protagonista de Después de hora, de Martin Scorsese. Pero también en contra del pequeño fascismo cotidiano ilustrado (telefonistas, colectiveros, taxistas) y de la frivolidad de los ‘90 y los personajes que se criaron en ese caldo de cultivo mezcla de dinero fácil, cinismo e impunidad, que representa –sin ser simbólico– el personaje de Garzón. En este sentido, el casting de la película de Szifrón (como lo suele ser en “Los simuladores”) es impecable. Es como si en la elección de sus actores, en la sensibilidad opaca de Hendler, en la misteriosa, ambigua fragilidad de Fonzi, en la prepotencia que transmite Garzón apenas con su mirada, ya estuviera ganada la mitad de la película.
Por momentos y hacia la conclusión, sobre todo, se extraña quizás un crecimiento mayor del film, como si todo ese andamiaje tan perfecto que construye el director le quedara un poco grande a la historia que tiene para contar. Hay también varios finales casi superpuestos, uno detrás de otro, como si Szifrón no se hubiera decidido por la mejor manera de cerrar su película. Aun con esas objeciones posibles, El fondo del mar no sólo es una película increíblemente sólida, sino que permite confirmar el futuro del cineasta que ya se perfilaba en cada uno de los episodios de su programa de televisión.