ESPECTáCULOS › HACE 30 AÑOS, LA MUERTE DE VICTOR JARA COMENZABA A CONSTRUIR SU LEYENDA
Esas canciones que contaban la historia
El estadio donde fue torturado y asesinado lleva desde esta semana su nombre, pero el legado del músico chileno va más allá de los homenajes y los bronces. Descendiente de mapuches e hijo de un campesino, tímido y con inclinación por el teatro, Víctor Jara terminó comprendiendo que no habría mejor vehículo que sus canciones para darle forma al sueño de una sociedad más justa.
Por Fernando D´addario
Hace treinta años, la imagen de Víctor Jara apareció congelada en la luz conciliadora que proyecta la beatitud revolucionaria: su figura quedó, para siempre, delineada por los límites que le impuso la canonización. Víctor Jara, el hombre nuevo, fue asesinado en nombre de un sueño que se debía silenciar, y a ese silencio terrorífico se incorporaron primero el olvido y después los sonidos de la nostalgia, que moldearon el personaje para eternizarlo y no hicieron más que inmovilizarlo en su condición de mártir de la canción popular.
Aunque para calmar la historia le hayan puesto su nombre al estadio donde lo asesinaron (el viernes pasado, en una ceremonia a la que asistieron su viuda Joan, Silvio Rodríguez e Isabel Allende, entre otras personalidades), el pobre Víctor Jara no está aquí para ofrecer su versión del “bronce” que esculpieron para homenajearlo. No está para decir, tal vez, que su vida acaso no haya seguido tan escrupulosamente los capítulos que designa el canon revolucionario; que, en definitiva, su existencia de hombre común no estaba tan redondeada, tan definida y que, como la de tantos héroes famosos o anónimos, reconocía contradicciones y asperezas.
Víctor Jara es emergente virtual de un mundo que ya no existe. Cantaba cosas como “en las manos del obrero/ nació la bala, nació la bala/ y en las manos de los ricos/ se hizo mala, se hizo mala” (“La bala”, un motivo popular venezolano). Versos que hoy, treinta años después, siguen conmoviendo, no se sabe si por su ingenuidad o por la certeza de que alguna vez expresaron una realidad y un sueño. Hoy, cuando las expectativas están acotadas a la hazaña de haberle “sacado al FMI” (en realidad, es al revés) un 3% de superávit fiscal primario, las canciones de Víctor Jara, rústicas, urgentes, vuelven con una carga de rareza entrañable, porque pareciendo tan ajenas, recortan una parte de la realidad que sólo es atendible a la hora de las efemérides. ¿Será que lo que cambió en todo este tiempo fue el tono, la mirada, el discurso, el diagnóstico, las “condiciones objetivas”, el maquillaje y la perspectiva, pero la vida misma sigue siendo más o menos igual?
La vida de Jara, al parecer, no armonizaba totalmente con la postal que lo idealizó, aunque es cierto que la obra de un artista condiciona al hombre, se superpone a su recuerdo, y muchas veces lo neutraliza. Quienes conocieron de cerca al autor de “Te recuerdo Amanda” subrayan que era una persona tímida e insegura, dato difícil de sostener escuchando sus canciones, escritas con la autoridad de lo definitivo e irreversible. Los testimonios hablan de un hombre que necesitaba a cada momento del sostén de su mujer (la bailarina inglesa Joan Turner), de sus amigos y allegados, para seguir adelante en su carrera y en su lucha (que eran la misma cosa). Recuerdan sus imprevisibles períodos de introspección y malhumor, que contrastaban con su vocación de hiperactividad pública.
Tal vez, para entender mejor a Jara, haya que rastrear sus orígenes. Era pobre, era descendiente de mapuches, era hijo de un campesino. Su compromiso político no se construyó en la armonía de una carrera universitaria, sino en el recuerdo hiriente de las injusticias que vivió en carne propia. Idealizó a su madre, Amanda (a la que le regaló esos hermosos versos “Te recuerdo Amanda/ la calle mojada/ corriendo a la fábrica/ donde trabajaba Manuel/ (...) suena la sirena/ de vuelta al trabajo/ y tú, caminando/ lo iluminas todo/ los cinco minutos/ te hacen florecer”), que luchaba contra la miseria y contra los abusos (en términos de agresividad y de consumo de alcohol) de su marido, que también, de algún modo, eran consecuencia de la marginalidad. De chico, Víctor trabajó en el campo; de joven, en mercados de las “poblaciones” (suburbios precarios de Santiago). El excelente libro Las cuerdas vivas de América, del periodista uruguayo Guillermo Pellegrino, cuenta cómo buscó protección espiritual en la Acción Católica y cómo se desencantó después de entrar alSeminario. El mismo joven que se refugiaba en la Iglesia fue más tarde un marxista convencido. Más que una dicotomía insalvable, es posible hallar en su obra un sincretismo ideológico que se dio naturalmente en las bases politizadas de los años ‘60: en su notable “Plegaria a un labrador”, la trascendencia religiosa y la lucha material confluían, cada vez que cantaba “Hágase por fin/ tu voluntad/ aquí en la tierra/ danos tu fuerza/ y tu valor/ al combatir”.
Jara le otorgaba al arte poderes mesiánicos. Durante años recorrió Chile de norte a sur para recopilar cantos folklóricos anónimos. Quería recuperar, decía, la “esencia de la tierra”, una abstracción que pretendía materializar a través de melodías tan sencillas y accesibles que terminarían por despertar la conciencia del pueblo. Esa misma obsesión se verificó en su vocación por el teatro: mucho antes de ser un cantautor famoso fue un respetado director teatral. Concebía el escenario como una trinchera y soñaba con un teatro de masas, sin guiños intelectuales: “Tenemos que crear las obras que necesitamos, de acuerdo con nuestra realidad”. La realidad le fue advirtiendo, paulatinamente, que esa trinchera revolucionaria y popular era más compatible con el canto que con el teatro. En una gira teatral por Cuba, el Che Guevara le expuso su imperativo categórico: “Tú debes cantar para tu pueblo”. Atento a ese dogma de fe, puso entonces casi todas sus energías en la música. Dejó de lado las canciones de tono intimista y se convirtió, de hecho, en el “noticiero” de la realidad chilena y latinoamericana. Allí donde había una masacre de campesinos, dejaba su testimonio en forma de canción (“Preguntas por Puerto Montt”). A la muerte del Che Guevara no tardó en llegar el tema “El aparecido”. Cada vez que algún integrante del pueblo era protagonista de una gesta, Jara lo inmortalizaba a través de una melodía heroica. Sin embargo, antes de estrenar cada tema, consultaba a todas las personas de su confianza, porque temía no estar a la altura de las circunstancias. El camino a la revolución estaba lleno de pliegues y recovecos.
No tuvo pruritos en hacer campaña para la Unidad Popular de Salvador Allende, ni en sumarse al nuevo gobierno como embajador cultural. Este sentido utilitario del arte, concebido como un medio y no como un fin en sí mismo, justificó que escribiera, entre 1970 y 1973, canciones destinadas, sin metáforas, a la construcción del socialismo. En “Marcha de los trabajadores de la construcción”, por ejemplo, cantaba: “Tomo el martillo y a golpear/ con el trabajo hay que triunfar/ con materiales de mi país/ el socialismo hay que construir”. La izquierda más intelectual, aunque “proletarizada” por entonces, miraba de reojo su exposición tan explícita, que no admitía matices ni complejidades. La derecha lo odiaba.
Así llegó al 11 de septiembre de 1973. Fue a trabajar a la sede de la Universidad Técnica del Estado, donde debía cantar en un acto oficial, pese a la inminencia del golpe. Fuerzas del ejército chileno rodearon la universidad, entraron a palazo limpio y se llevaron a Jara junto a cientos de militantes. Encerraron a todos en el Estadio Chile (desde la semana pasada, Estadio Víctor Jara). Fue torturado hasta el desmayo. Tuvo fuerzas para escribir un poema, que llevó a límites desconocidos el compromiso con la urgencia, con la inmediatez visceral: “Canto, qué mal me sales/ cuando tengo que cantar espanto/ espanto como el que vivo/ como el que muero/ espanto”. Lo asesinaron poco después, no se sabe si el 15 o el 16 de septiembre. La leyenda se encargó de sus restos.