ESPECTáCULOS
El hombre que supo hacer reír a tres generaciones
Javier Portales murió ayer, a los 65 años, luego de un largo desgaste físico provocado por la diabetes. Interpretó a Brecht y a Shakespeare, pero su figura quedará ligada a Olmedo y Porcel.
Por Fernando D´addario
Javier Portales estaba formado actoralmente bajo el influjo teórico de Stanislavsky y Grotowski (prefería al primero), pero la construcción de su imagen pública le debió más, seguramente, a su condición de atorrante irredimible. Tenía sobre el lomo más de cien películas, un acumulado de rating televisivo que envidiarían muchas estrellas actuales y un background teatral que pocos le reconocían. Ese cóctel de éxito y sueños pendientes (decía que se había quedado con las ganas de hacer en teatro La muerte de un viajante, de Arthur Miller), se fue evaporando en los últimos tiempos y se diluyó definitivamente ayer. Portales murió a los 65 años, después de un largo desgaste físico que incluyó diabetes, hernias de disco, crisis cardíacas y trastornos motrices varios. Problemas familiares y el olvido de casi todos prefiguraron el final.
Portales hizo a Shakespeare y a Brecht, pero los argentinos lo recordarán por Olmedo. No fue un dilema intelectual lo que concluyó en esa preferencia. Fue, más bien, una rara combinación de intuición, química y azar, que delineó en su trayectoria un perfil comercial y le escamoteó la más modesta –pero también codiciada– legitimación que da el prestigio. Olmedo y Portales formaron una dupla que funcionó durante treinta años en todos los ámbitos que miden el éxito actoral: la televisión, el cine y el teatro. Portales coprotagonizó películas graciosas y películas tontas, sketches televisivos inolvidables y chabacanerías también difíciles de olvidar. Pero “Piolín y Portones” (los “guapos” del primer “Operación ja ja”) y fundamentalmente “Borges y Alvarez” (aquellos memorables “actores serios” que esperaban una entrevista laboral que los salvara), se adueñaron de la memoria colectiva de modo tal que anularon la opción de concebir a Portales en su individualidad actoral.
Acompañó también a otros grandes, como Jorge Porcel y Fidel Pintos. De todas maneras, para muchos, y para siempre, su imagen es y será la del tipo que le dejaba picando la pelota al Negro para que éste definiera con algunas de sus locuras. Después de la muerte de Olmedo, Portales pretendió perfilar un camino distinto. Fue el abuelo piola de “Son de diez” (que solía decir que se había “jubilado de trabajar pero no de vivir”) y un partenaire de lujo para las morisquetas de Francella en “Un hermano es un hermano”. Solía decir, con cierta resignación, que “el humor en nuestro medio se sigue viendo como algo menor. Y hacer reír es mucho más complejo que hacer llorar”. Hace unos años emocionó a sus seguidores cuando dirigió en silla de ruedas ¡Jettatore!, el clásico de Gregorio de Laferrère. Después, el silencio, interrumpido sólo por noticias sobre su estado de salud.
Miguel Angel Alvarez (tal su verdadero nombre) hacía reír a todos, pero no podía disimular su melancolía tanguera. Los asados con que homenajeaba a sus amigos estaban regados por buen vino y transcurrían amenizados por tangos de Discépolo, Manzi, Cátulo Castillo y Celedonio Flores. Pudo haber sido el porteño típico, pero su documento de identidad certificaba ciudadanía cordobesa. Nació, más precisamente, en Tancacha, un pueblito cercano a Río Tercero. Su padre, peluquero, murió cuando él tenía 9 años. Se mudó entonces con su madre a Rosario, donde estudió como pupilo en un colegio de curas. Allí, los rigores del claustro se vieron compensados con la posibilidad de leer y fantasear. Devoró todos los libros de teatro que tuvo a disposición. La precariedad económica no daba resquicio para fantasías, y un trabajo como telefonista en un taller empezó a llenar su tiempo adolescente. También allí el azar jugó su papel. La actriz Erika de Boero preguntó por ese cadete que mostraba, al menos telefónicamente, tan buena voz. Así fue como debutó en un radioteatro de Radio Cerealista. Tenía 17 años cuando viajó a Buenos Aires con la expectativa de ganarse la vida haciendo las dos cosas que más le gustaban: actuar y vivir a pleno.
Se encontró con una ciudad que disfrutaba de una –vista desde hoy– notable bonanza cultural, traducida en una enorme produccióncinematográfica y teatral. La noche de Buenos Aires le jugó una carta a favor. No en vano Portales decía que la verdadera bohemia terminó cuando se inventó la televisión. Antes de que la pantalla chica le reservara un lugar de privilegio junto a los grandes, antes de ser el jefe gritón de Olmedo y Porcel, Portales dibujó otro perfil artístico, menos expuesto a las estridencias. Actuó varias temporadas en el Teatro San Martín, en piezas como Divinas Palabras o Adriano VII. Trabajó en películas como Una cita con la vida (basada en la novela Calles de tango, de Bernardo Verbitsky), de Hugo del Carril, El centroforward murió al amanecer y Tres veces Ana. Luego su carrera se diversificó, y no hubo retorno. Con Enrique Carreras hizo más de doce films, entre otros Operación San Antonio y Del brazo y por la calle, y trabajó también bajo la dirección de Gerardo Sofovich y Palito Ortega. Su perfil más “serio” quedó atrapado en La sartén por el mango, una obra que a fines de los ‘70 (fue llevada al cine en su momento por Manuel Antin) tuvo tan buena recepción por parte de la crítica y el público que terminó siendo prohibida por la dictadura militar.
Más allá de estas idas y vueltas entre sus expectativas artísticas y los resultados comerciales de los trabajos “por encargo”, queda su imagen de gordo pícaro, a veces fanfarrón, a veces cómplice, que desparramó en sus personajes de “Operación ja ja”, “No toca botón” y “Polémica en el bar”, entre muchos otros. “Lo que más me costó en la vida fue demostrarle al público que soy buen actor. No me quejo de mi trayectoria. Nunca me sentí un number one”, dijo alguna vez. Desde ahora, el reciclamiento de viejas películas y tiras televisivas se convertirá en el homenaje permanente a su figura.