ESPECTáCULOS › MONICA DE ALZAGA, DE REGRESO EN “INDOMABLES”
El terror de la señora gorda
Frívola y desubicada, la flamante notera se dedica a recorrer fiestas y despellejar gente.
“Eso sí, nunca llego a lastimar”, asegura.
Por Julián Gorodischer
Hereda de sus abuelas, las Alzaga Unzué, el espíritu quejoso y la pasión por el chusmerío. La ciudad no tiene nada que ver con ella, una señora de San Isidro que repite, en cada esquina, que “esto es un gronchaje”. Mientras la tele redescubre la miseria y se engolosina con la excursión al penal, a la villa, al hospital psiquiátrico, ella encarna la contracara: la estadía en la fiesta de la alta sociedad venida a menos, o en el evento “careta”, desplegando el tono filoso de la “envenenada”. Hereda, también de sus antepasadas, esa tendencia a encontrar laderos que le sostengan la chalina, que guarden las llaves de la 4x4 mientras Mónica de Alzaga ejerce su faena: decirle al galán o a la modelo “sos un mamarracho”, como en un desquite, con la protección que le da la camarita. Encarna, en su vuelta a la tele (como cronista de fiestas de “Indomables”, reciclada por Diego Gvirtz), el magnetismo del consenso en contra, del desprecio por desubicada, frívola o, simplemente, loca. La loca camina como borracha, y también maneja como borracha, y eso da miedo, pero después se desquita con saña, con violencia poco común para una tradición de colegio de monjas y familia rica.
“Es un gronchaje –dice en la fiesta de presentación de la muestra Rolling Stone–, esto no es lo mío. No es lo mío, yo quería ir a Mau Mau, y ahora lo voy a hacer a desgano. Estoy en contra de esta nota.” Mala suerte. No se la podrá ver en su mejor momento, cuando se topa con la momia, el patovica o el dandy y suelta el chorro de agresiones, cuando se burla de la paqueta por mal vestida y la obliga a desfilar o a pararse en una silla a la vista de todos. En la fiesta Mau Mau, en el Hotel Alvear, hubiera admitido la lectura proba, la que le atribuye un teleterrorismo de los mejores: denuncia y reutilización de la fiesta high para hacer estragos. Meterse adentro gracias a la buena cuna, conocer a todos y después burlarse de los Grondona y los Anchorena con la impunidad del converso. Ayudada por Roberto Pettinato, en esos casos, ella habla de más: “Mirate, mamarracho, mirá lo que sos, un asco, con ese sombrero de copa, mirate esas chuzas, pero quién te asesoró... ridícula, de dónde saliste... ¿no te bañás?... lo tuyo no es precisamente olor a perfume francés...”, dispara desatada, como sin poder parar la cháchara a la emperifollada del collar de perlas y vestido largo, como si lo suyo se tratara de una revancha de clase. ¿La hicieron sufrir? “Yo me divierto –dirá de Alzaga-, es una broma, no hay nada más...”.
En la fiesta de la revista de rock, en cambio, está más medida, algo insegura entre rockeros y señoritas lindas. Apuesta todo al desentono, a sentirse fuera de sitio, o a detectar producidos de más, falsos dandies, raros... Tiene un talento natural para encontrar al excéntrico artificial. Y cuando lo consigue, nace el monstruo: lo que surge es el desalmado trabajo de deconstrucción que pretende desnudarlo, dejarlo en cueros, absolutamente expuesto en su intención de ser distinto o mejor. De sus antepasadas heredó el odio contra el nuevo rico, ese infiltrado del auto último modelo o el traje caro, adquiridos hace muy poco. Las viejas comentaban por lo bajo sobre el mal gusto de la vecina, y ella prolonga, años después, el mandato... pero en la tele. “Pretendo una reacción –dirá en su autodefensa–, no me importa caer mal. Quiero que la gente se preste al juego, quiero detectar al new rich –carita de víctima–, pero nunca llego a lastimar”.
Ir al lado de Mónica de Alzaga, llevarle las llaves, cargarle la chalina, indicarle el paso incluye la satisfacción de ser por este rato “un quemo” en el evento cool. Cuando queda poco por mostrar, cuando la hiperrealidad colada en la pantalla acostumbró el ojo a todo, ella renueva las leyes del impacto con su amor por el ridículo. Espía a la mujer por debajo de la pollera, o le toca el culo al tipo, o se hace llamar”bagallo”, o finge ser una groupie desubicada en la primera fila del recital, y dan ganas de correr la mirada o escapar. Pero ella obliga a seguir ahí clavado (“tenés la llave del auto, darling...”) y llega la sensación de estar ante un chillido que al menos rompe con las reglas del buen vivir televisado. “Es nada más que un desubique”, dice la señora. “No lean en mí lo que no hay”.