ESPECTáCULOS › “AUDITION”, CARTA DE PRESENTACION DEL JAPONES TAKASHI MIIKE
Una realidad hecha de pesadillas
El nuevo enfant terrible del cine nipón llega a la cartelera porteña con su película más representativa, un descenso a los infiernos que pone en cuestión la idea del amor absoluto.
Por Luciano Monteagudo
Quizá ningún otro realizador actual sea más prolífico que el japonés Takashi Miike (Osaka, 1960), que en menos de tres lustros ya lleva realizados cerca de sesenta films, para el cine, el video y la televisión. Completamente ignorado en Occidente hasta hace apenas tres años, cuando lo dio a conocer el Festival de Rotterdam, el cine de Miike ha venido desbordando desde entonces todo el circuito de festivales internacionales, entre ellos el de Cine Independiente de Buenos Aires, que exhibió un puñado de sus últimos films, a cual más desconcertante y diferente del otro, con variantes que van desde el cine de yakuzas hasta una comedia musical excéntrica. Pero su carta de presentación internacional, el título con el que se asocia inseparablemente su nombre, ha sido sobre todo uno: Audition, que ahora llega a un devaluado estreno porteño en una única sala, en formato DVD.
No es, por cierto, la mejor de las condiciones para acercarse por primera vez al ecléctico universo de Miike, pero aun así vale la pena atravesar la experiencia de Audition, un film inquietante y perturbador como pocos, que revela a un cineasta sin prejuicios, capaz de manejarse simultáneamente con códigos de distintos géneros y de hacer, como en este caso, una película romántica que es a la vez un meticuloso descenso a los infiernos, un film de terror que llega a ser, hacia el final, de visión casi intolerable.
Es preferible no adelantar demasiado la trama de Audition para no arruinar el valor de su metódica, precisa construcción, pero se puede contar que el protagonista Aoyama (Ryo Ishibashi, un actor popular en el cine y la TV japonesa) es viudo y vive sumido en el recuerdo de su esposa muerta, un letargo del que le parece imposible despertar. Su hijo adolescente le sugiere que vuelva a rehacer su vida, pero Aoyama no sabe cómo. Al fin y al cabo, él no es de esos que ponen un aviso en los diarios. Hasta que un productor amigo, que trabaja con él en la televisión, le propone una idea. ¿Por qué no convocar a una “audición”, esa prueba con la que la gente de cine lleva a cabo el proceso de selección de actores y actrices? La película puede llegar a hacerse o no, pero en todo caso es una excusa para que Aoyoma –que pretende una mujer “bella, culta y obediente”– encuentre pareja. El proyecto le produce cierto escozor, pero no tiene tiempo de elaborar sus reparos morales, porque caerá seducido por Asami (Eihi Shiina), una chica de 24 años, de aspecto muy sensible y que se presenta a la prueba con un aire tan sumiso como desvalido.
La parsimonia con que Miike va desarrollando esta relación, la respiración serena y pausada del film, van haciendo crecer no sólo la pasión de Aoyama por la chica. Junto a ella, progresa también la incomodidad del espectador, que no recibe mucha más información que el protagonista (no se sabe nada de Asami y los pocos datos que dio a sus entrevistadores no son ciertos) pero que va advirtiendo la inversión de los roles de poder entre ambos. Si una “audición” suele ser una situación humillante para una actriz, un estado de indefensión en el que puede llegar a sufrir las preguntas más indiscretas y personales de sus productores, Asami altera esa relación de opuestos al ir colocando al productor Aoyama en una posición de completa dependencia con respecto a su figura esquiva, inasible, vestida siempre de blanco, como si fuera una aparición, un fantasma.
Miike maneja con mano maestra este movimiento pendular y, de manera imperceptible, va atravesando el portal en donde el realismo deja su lugar al fantástico. Un mundo oscuro, onírico, violento, vicioso se va apoderando de la banalidad cotidiana de Aoyama. La cámara –que siempre parece estar en el lugar exacto, como si no hubiera otro– también se desequilibra y se torna difícil distinguir entre la subjetividad del protagonista y su realidad exterior. ¿Podrá ser Asami la materialización tanto de sus deseos como de sus miedos y sus culpas? ¿Estará hecha de la materia de los sueños? Esas preguntas parecen quedar sin respuesta, potenciando la ambigüedad de un film que –sin alardear de ello, como al pasar– pone en cuestión tanto el machismo de la sociedad japonesa como la idea romántica del amor absoluto.