ESPECTáCULOS › “MI GORDA BELLA” SE DIFERENCIA DE “BETTY, LA FEA”
El amor no se mide por kilos
La tira sigue la línea de las ficciones colombianas sobre feas, pero menos ligada al orgullo y más cerca del deseo del fan.
Por Julián Gorodischer
Si Betty fue una militante de la fealdad, Valentina es una fea a desgano. Betty, la fea se empeñó en criticar esa utopía de belleza que instaló un régimen de clase (lindas contra feas), pero Mi gorda bella (Canal 13, de lunes a viernes a las 19) prefiere apelar a la integración antes que a la revancha. En Valentina no existe el orgullo de ser fea: sus ataques de asma sobrevienen cuando piensa en el galán Orestes, apolíneo, corredor y ciclista, en calzas y musculosa. Es el anhelo de belleza el que se expresa en ese rapto histérico que la deja sin aire y requiere asistencia médica. Valentina no posó la mirada en un Don Armando anteojudo y semicalvo, sino en el mejor de todos, que sale con la modelo y rinde culto al cuidado del cuerpo. La gorda, como le dicen todos, se ilusiona con pertenecer a la casta de los bellos y con tocar al ídolo por cercanía, más cercana a la figura del fan que a la revanchista.
Si lo de Betty fue una arenga (¡Que vivan los feos!), lo de Valentina es un deseo más mundano (estar con los lindos). Betty encontró en la exageración el medio para librar una pequeña batalla: ascender pese a eso. Su padre la vio hermosa aun detrás de los anteojos y los granos. Para Valentina, la fealdad es apenas una carga derivada del abandono. “La dejé y comió”, explica su madre antes de morir en una explosión de helicóptero. Si la de Betty fue la fealdad convertida en una consigna militante, la de Valentina (por ahora) es la desolación de las privaciones (sin novio, con la cama rota y sin apoyo familiar).
Hay algo en las dos, en estas historias colombianas sobre feas, que trasciende a la repetición, que les da interés y habilita el nacimiento de una y otra estrella alternativa. El punto de partida no presenta novedad: esta es, otra vez, la crónica del calvario de la gorda, encerrada hace diez años en un colegio pupilo y marginada por su familia de alcurnia. Por si fuera poco, se le murió la madre y se banca las joditas de las otras chicas. Pero si Ana María Orozco se convirtió, sobre el final, en lindísima y posó en bikini en la tapa de revistas de farándula, Natalia Streignard no tendrá vueltas atrás. Si no se trata de un milagroso trabajo de caracterización, será gorda hasta el final, y así deberá consumar el romance con el Apolo. He allí el aporte de Mi gorda bella: desde el pionero del género (Alcanzar una estrella) hasta Betty... hicieron cambiar a la fea en pos del amor romántico; la gorda Valentina promete ser fea hasta el final.
Valentina y Betty, eso sí, coinciden en tener un don extraordinario: una compensación, como si la fealdad necesitara un contrapeso para justificar el protagónico. Para Betty, fue su labor destacada como secretaria, sus títulos de master en unas cuantas cosas. Para Valentina, es su graduación con medalla de honor. La novela premia a la fea pero sobreexige otra virtud, y ellas están a la altura. En ambas, también, hay un desarrollo poco usual del “vivir para el bien”: están diseñadas para ayudar a un montón de amigos, como si el valor testimonial nunca pudiera abrir paso a la mera ficción, como si fuera indispensable recalcar una y otra vez la sentencia política: “Aceptémoslas”.
Con Betty fue fácil. Ana María Orozco llegó a la portada del Washington Post justamente por su don carismático y, claro, por ser pionera. Pero Natalia Streignard revisa, en el inicio, los modales de la tonta, un poco extraviada, con sonrisa fija y ataques asmáticos-histéricos que anuncian performances hartables. La gorda se queda sin aire cada vez que piensa en su Apolo, y la amiga le aconseja: “Búscate uno real”. Si Betty se afirmó en su fealdad como en un coming out militante, y se propuso romper un régimen clasista, por ahora Valentina es apenas la enamorada perdida que busca en el Apolo lo que a ella misma le falta. No alienta una cruzada colectiva (como el cuartel de feas de Betty...) ni la búsqueda de un orden más equitativo de las cosas. Por ahora, Mi gorda bella persigue una meta individual que tiene poco de parábola social. Lo que Valentina quiere es sacarse la calentura.