ESPECTáCULOS › ALFREDO ALCON ACTUA Y DIRIGE “EL GRAN REGRESO”

“No me interesa ser natural”

Hoy, sábado, en estreno especial para los lectores de este diario, Alfredo Alcón y Nicolás Cabré protagonizan El gran regreso, en el Paseo La Plaza.
El actor consagrado y el actor joven a quien Alcón le atribuye “una gran intuición” llevan adelante una conflictiva relación entre padre e hijo.

 Por Hilda Cabrera

Liberado ya del dolor de muelas que había impedido la entrevista conjunta con su coprotagonista en escena, Alfredo Alcón dice sentir un particular interés en El gran regreso por “las señales de vida” que intercambian un padre y su hijo en un reencuentro que se produce en un momento de crisis personal. En esta obra –que se estrena hoy en función especial para los lectores de Página/12 que hayan retirado previamente las entradas en la recepción del diario– esas señales no se perciben necesariamente en las palabras sino en los climas, “en aquello que va sucediendo y nunca es definitivo, porque ni el padre ni el hijo acaban entendiéndose totalmente”. Ese matiz lo fascina, puesto que en opinión de Alcón “el otro es siempre un misterio”. El título original de esta pieza es Le Grand Retour de Boris Spielman y su autor, el belga Serge Kribus, nacido en 1962, también actor y director. El director Jorge Lavelli estrenó en 1996 su obra Arloc (de 1987) en el Théâtre de la Colline. Le Grand Retour... fue escrita en 1991, presentada en el Théâtre de Poche, de Bruselas, en 1995 (con puesta de Layla Nabulsi y el mismo Kribus, quien también actuó junto a Gilles Segall), y editada por Actes Sud-Papiers, en 1993. Hubo otras presentaciones de esta pieza del artista belga, que acredita, entre otros títulos, Marion, Pierre et Loiseau y Les cris du homard (Los gritos del bogavante). La versión que Alcón presenta ahora junto al actor Nicolás Cabré en la Sala Pablo Neruda del Paseo La Plaza corresponde a Masllorens y González del Pino. La dirige el mismo Alcón, en colaboración con Osvaldo Bonet. La producción es de Adrián Suar y Pablo Kompel.
El gran regreso es en parte un viaje de iniciación entre un padre y su hijo, entre Boris Spielman, viejo actor que retorna a la escena para interpretar al Rey Lear (de la obra homónima de William Shakespeare), y el joven Enrique, que acaba de perder su trabajo y se ha separado de su mujer. Alcón rescata la vulnerabilidad de su personaje: “Boris toma conciencia de que él no posee la vocación que creía tener –observa–. Darse cuenta finalmente de que esa utopía suya de querer ser alguien maravilloso no se corresponde con la realidad le produce un gran temor. Quizá por eso su refugio es pensar que no tuvo oportunidades para desarrollar su talento ni para cambiar el mundo.”
–Una reflexión que a veces surge sólo con el paso del tiempo...
–Sí, pero yo veo esa utopía como una parte muy tierna de los seres humanos. ¿Por qué no creer entonces que lo mejor de cada uno está en eso que se desea ser?
–¿Qué le pide Boris a su hijo en ese encuentro?
–Como el personaje de Lear, que está ensayando, le pide que lo quiera. El problema es que su hijo siente otra cosa: que lo asfixia.
–Fuera de esta obra, el papel de Rey Lear es uno de sus preferidos como actor...
–Es un papel que todo actor ambiciona. Existe incluso un proyecto para estrenar una versión de Rey Lear, en Buenos Aires, dirigida por Jorge Lavelli. Es una obra apasionante. Allí se habla de todo, y de la manera más simple. Llega a todos. No es necesario para el espectador conocer el teatro de Shakespeare.
–¿Cómo calificaría a El gran regreso?
–Es una obra intimista, donde por suerte cuento con un actor como Nicolás Cabré, que posee una rara intuición. Después se sabrá con qué alimenta esa intuición, pero tiene la base que necesita un intérprete. Y esto va más allá de los resultados, tanto de lo que le corresponde a él como a mí. Lo importante en el escenario es la búsqueda, y no de forma natural. No me interesa ser natural en la escena. Para eso, en lugar de un actor o una actriz prefiero un vecino o una vecina. Ni Ana Magnani, ni Marlon Brando ni Norma Aleandro trabajaron ni trabajan de modo natural.
–¿Tampoco en los diálogos?
–Tampoco, porque en los diálogos no hay solamente palabras. Están las resonancias, y eso es vital en un escenario. En Las variaciones Goldberg, la obra en la que confrontaba con el personaje que interpretaba Fabián Vena, yo necesitaba apoyarme en él, y él en mí. Esa pieza de George Tabori sonaba un poco intelectual, aunque el texto fuera directo y estuviera bien dirigida por Roberto Villanueva. Allí, Vena y yo estábamos muy alejados en algunas escenas de diálogos fuertes, y había que encontrarse de alguna manera en medio de ese gran escenario de la Sala Martín Coronado. En esos trabajos es fundamental un actor como Vena, que sabe trabajar con el compañero de escena. Hay intérpretes que son muy buenos, pero hablan para sí. Pueden estar solos. No te necesitan. Si uno llegara a desaparecer y en su lugar entrara otro, ellos seguirían igual con lo suyo, como si no hubiera pasado nada. Dialogar con el otro es mantener vivo el texto. Lo mismo que sucedió con Vena, ocurre ahora con Cabré. Y esto sucede o no. Es imposible predecirlo. Pasa algo semejante en los encuentros fuera del escenario. A veces uno puede hablar con el otro a una parte de lo que siente que ese otro es, y lo hace sin ningún esfuerzo. En Las variaciones... ese diálogo debía sonar de manera diferente por la lejanía. Aquí, en El gran regreso, no existe esa distancia espacial sino la de los sentimientos entre un padre y un hijo que demoran el abrazo o no se lo dan nunca.
–¿Cree que hoy se reflexiona sobre este tipo de problemas: el distanciamiento y la necesidad de justificar la propia existencia, como a su manera lo intenta Boris?
–Pareciera que no, porque hay demasiado ruido alrededor y se le tiene miedo al silencio que propicia la reflexión. Pero las preguntas esenciales sobre la existencia siguen ahí, y cuanto más tiempo pase en el planteo de éstas, el daño se agranda. Vivimos como desencajados de nosotros mismos, sentimos hasta cierta extrañeza respecto de lo que somos o creemos ser. Quizá los que estamos cerca del arte o hacemos una tarea vinculada con el pensamiento tenemos más oportunidades de no quedar en la intemperie. Me gusta recordar algo que escribió Eduardo Galeano sobre la función del arte. Cuenta que un chico que no conocía el mar pide a su padre que lo lleve. Cuando lo descubre se maravilla ante esa fuerza de las olas, ante los colores que produce el agua en movimiento, ante tantos sonidos, y le pide al padre que lo ayude a mirar. Esa podría ser una función del arte: ayudarse y ayudar a los otros a saber mirar, a comprender que las cosas que están a nuestro alrededor guardan un misterio que hace bien descubrir. Yo quisiera que nuestro trabajo como actores cumpla esa función.
–¿Sus participaciones en televisión influyeron en su actuación escénica?
–No hice demasiada televisión como para que eso ocurra. Además, el teatro y la televisión son ámbitos distintos. Trabajé en otra época en obras de teatro que se trasladaban a la TV, como Espectros y Calígula. Ultimamente estuve en Vulnerables y Por el nombre de Dios, que me interesaron mucho. Soy obsesivo en todo lo que hago, y siempre estoy aprendiendo. Cuando uno es joven y empieza a actuar sale al galope; después se da cuenta de que no es sólo viento y caballo y que la experiencia sirve de poco. Si uno, ya mayor, se apoya en la experiencia deja de estar vivo. Por eso es bueno trabajar con gente que todavía no la ha adquirido. Esa interacción desmorona cualquier intento estúpido de construirse un edificio.
–¿Cree que se tiene el temor de que la propia sensibilidad se convierta en un caos?
–Sí, y es normal. No lo tomaríamos tan trágicamente si nos hubieran inculcado que el miedo es una forma de la imaginación. Nos han dicho que es una forma de la cobardía y que su consecuencia es la parálisis.

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