ESPECTáCULOS › ENTREVISTA CON EL COREOGRAFO MAURICIO WAINROT

“Tengo gran pasión por mi trabajo”

El director del Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín repone el próximo domingo Ahora y entonces, sobre la Sinfonía del dolor, del polaco Henryk Gorecki, una de sus coreografías más personales, en la que exorciza el sentimiento de pérdida que lo acompaña desde su niñez, cuando supo que parte de su familia murió en la Shoá.

 Por Silvina Friera

La tristeza que se respiraba en la casa de Mauricio Wainrot no se traducía en palabras. De eso no se hablaba. Pero el dolor se alojaba en los rincones de esas almas desgarradas por la barbarie de la conducta humana: los cinco tíos de Wainrot y sus abuelos fueron exterminados en los campos de concentración del nazismo. Y, como suele suceder, lo brutal de ese dolor, eso que descoloca porque proviene de la observación de un niño de seis años o de un adulto que evoca cómo miraba el niño que fue, irrumpe como una postal descolorida de la vida cotidiana de una familia polacoargentina, en la década del ‘50. Mauricio, a diferencia de sus compañeros de escuela, odiaba los domingos. No había ni tíos, ni abuelos, ni primos sentados a la mesa. La familia era la misma de siempre, pero, precisamente por eso, las ausencias se hacían insoportablemente visibles en un puñado de sillas que siempre estarían vacías. Cuando el coreógrafo escuchó por primera vez la Sinfonía del dolor, del polaco Henryk Gorecki, escrita a partir de textos hallados en el campo de concentración de Auschwitz, supo que ese soporte sonoro estremecedor sería el disparador de su próxima coreografía. Ahora y entonces, estrenada en 1998 por el Richmond Ballet en los Estados Unidos y en 1999 en la Argentina, se repone el próximo 4 de abril a las 17 (Corrientes 1530) dentro del primer programa del Ballet Contemporáneo del Teatro San Martín, integrado, además, por otras dos reposiciones: Y ella lo visitaba, de Ana Itelman, y Luminescenses, de Nils Christe (ver aparte).
En la entrevista con Página/12, Wainrot descarta que la decisión de reponer Ahora y entonces esté asociada con las cuatro amenazas que recibió, la última a principios de febrero pasado. Los anónimos, enviados por e-mail, estaban firmados por el Ku Klux Klan. “Espero que no se repitan los vergonzosos actos cometidos en los años ‘70 –señala el director del Ballet Contemporáneo–. Pienso que no estamos viviendo en la misma época, que esto que me sucedió a mí es obra de un par de locos trasnochados que no saben dónde están parados, ni tienen una idea de lo que significa hacer el trabajo que yo hago, y la dimensión que ha tomado esta compañía desde que me hice cargo de la dirección, en 1999.” Al margen de la perplejidad inicial y lo incomprensible de estas amenazas, que empezaron a llegar a mediados del año pasado, Wainrot prefiere hablar de sus proyectos (ver aparte). “Mi sentido de vida pasa por el trabajo, por la creación, por mis bailarines, por todo lo que quiero hacer con la compañía, por lo que me importa el público. Me desvela eso. No quiero seguir hablando de las amenazas porque no les voy a dar de comer a esos inadaptados”, advierte el coreógrafo. “La compañía ha alcanzado un éxito en estos últimos años que yo pensé que solamente le daba alegría a la gente, por la cantidad de espectadores que vinieron a ver los espectáculos y el número de bailarines y coreógrafos que desean trabajar con nosotros. Sin embargo, hay personas a las que le molesta o les da envidia, y creo que eso es un mal que hay que erradicar.”
No es la primera vez que Wainrot sufre amenazas. “Cuando estrenamos Ana Frank, en 1984, tuvimos problemas. El día del estreno no pudimos hacer la función porque nos quemaron el vestuario y un día después, nuevamente el fuego arrasó con la consola de luces. Estrenamos con la policía dentro del teatro y todos los actores, titiriteros y la gente de los cuerpos estables estaban en la función, vigilando. Pero recién salíamos de la dictadura. Eran otros tiempos”, recuerda el coreógrafo de la exitosa Carmina Burana, El Mesías, Canciones del caminante, La consagración de la primavera y Un tranvía llamado deseo, entre otras destacadas piezas.
–Ahora y entonces plantea el dolor por la pérdida de la dignidad humana en los campos de concentración ¿Se puede salir de ese trauma?
–No, nunca se sale. Las persecuciones que hemos sufrido los judíos son ancestrales y las angustias que tenemos son temas de terapia que he charlado muchas veces. Yo nací en 1946, un año después de la guerra. Hace 40 años que se murió mi papá de tristeza, cuando yo tenía 17. Mis padres llegaron acá en 1940. Salieron de Polonia 6 semanas antes de comenzada la guerra, en junio del ‘39. Pudieron escapar porque consiguieron un visado a Bolivia. La Argentina, que en ese momento tenía un gobierno pro nazi, no permitía la entrada de judíos. Mis padres pasaron de manera ilegal a la Argentina. Mientras tanto, en Polonia mataron a los cinco hermanos de mi papá y a sus padres, mis abuelos, y no quedó nadie. La tristeza que se mamaba en mi casa, aunque no se hablara de eso, estaba latente.
–¿Cómo se expresaba esa tristeza?
–Persistía en ese sentimiento de pérdida, de no tener familia. Yo no tuve primos, tíos, abuelos; nunca supe lo que era compartir. Para mí los domingos eran días fatales: era el peor día de la semana porque siempre estábamos solos. Mi papá era miembro del partido socialista polaco, un tipo de una generosidad y de una cultura enorme. Mientras mis amiguitos iban a jugar al fútbol, acompañados por sus papás, el mío me hablaba de Tolstoi y Dostoievski y me llevaba al teatro a ver a Mecha Ortiz, Pedro López Lagar y, también, al teatro judío. Por eso mis amigos son fundamentales en mi vida, porque es lo que yo supe construir afectivamente. Las amenazas golpean en mí esa angustia, la disparan nuevamente, pero también me dan mucha valentía.
–¿En qué sentido?
–Porque no me voy a dejar derrotar. Estoy acá porque quiero a mi país y a mi compañía. Tengo otra nacionalidad y me podría ir cuando quisiera. Sin embargo, elijo vivir en la Argentina. Cuando regresé al país, yo me volvía loco con lo mal que manejaba la gente. Yo paro en las esquinas y dejo pasar a la gente y desde atrás me golpean el auto o me gritan de todo. Mi analista me preguntaba si yo pretendía educar a todos los argentinos. Sí, esa es mi pretensión, porque yo aprendí otra manera de ser educado en la vida y no la quiero perder. Yo no me fui del país exiliado sino por razones artísticas.
–¿Se sentía desarraigado en los países en los que vivió?
–Nunca, siempre me sentí muy argentino. Como tuve tanto trabajo, aunque viví muchos años en Bélgica y en Canadá, nunca lograba hacerme del país en el que estaba porque seguía todo el tiempo viajando. A mí, en Canadá, mis amigos me llamaban “el señor valija”, porque siempre estaba de viaje, preparando mis valijas. Me daba satisfacción que me llamaran y me necesitaran, que les gustaran mis coreografías, que me convocaran.
–Esa tristeza que se respiraba en su casa se suele filtrar en sus trabajos coreográficos...
–Sí, absolutamente, pero tuve ayuda de mis padres. En el año ‘52, mi papá llevó a su hijito, que tenía 6 años, a la Escuela Nacional de Danza y me bocharon porque era tímido. Me acuerdo que era el único varón entre 200 nenas con sus mamás. En mi casa siempre se mamó la cultura y siempre hubo tristeza. Mi mamá, aunque tiene 91 años, canta todo el tiempo canciones en idish o polacas.
–¿En cuál de todas sus coreografías la presencia de estas sensaciones, como la soledad y la tristeza, quedó mejor plasmada?
–En la obra que más trabajé con esas sensaciones fue en Un tranvía llamado deseo. Es la obra que más me emocionó crear, no sé si es mi mejor obra. No todas mis coreografías son dramáticas: Las 8 estaciones, Carmina Burana, Estaciones porteñas no son así. Depende del clima en el que me encuentro cuando empiezo a crear. A los 50 años me regalé El Mesías por la alegría de vivir y porque sentía que tenía que hacer eso. El día que cumplí 50 se estrenó El Mesías en el Ballet Real de Bélgica, la versión corta de media hora. Y fue tal el suceso que estuvo en cartel durante tres años seguidos. Después, en Chile, me pidieron alargarla y se hizo con orquesta y coro en 1998, y en el ‘99 la estrené en la Argentina. El Mesías es una obra que tiene religiosidad y espiritualidad, pero no es una obra literalmente religiosa porque no quiero ser literal y nunca lo he sido.
–¿Cuál fue la clave para lanzar al ballet del teatro al nivel de excelencia que ha adquirido?
–Soy incansable, tengo una pasión muy grande por mi trabajo. He trabajado con 41 compañías y estrenado 200 obras. Como no soy dogmático, he tratado de hacer obras de todos los estilos posibles, tanto de coreógrafos argentinos como europeos. Al principio quise abocarme mucho a los coreógrafos del extranjero, porque sentí que en la historia de la compañía, siempre se habían dado el mismo tipo de obras y el mismo repertorio. Y el público no venía antes de que yo tomara la dirección. Los bailarines no eran tan buenos en esa época, porque las obras no eran interesantes, pero también creo que las obras interesantes hacen que los bailarines sean mejores. Al haber traído tantos coreógrafos diferentes, cada uno ha dejado su impronta en los integrantes del ballet. La gente ha hecho de la compañía un orgullo de la ciudad. El año pasado estuvimos en Canadá con El Mesías y el público aplaudió de pie en las siete funciones que hicimos. Y estamos invitados para hacer Las 8 estaciones, probablemente en 2005.
–¿Qué materias tiene pendientes?
–Las giras en el extranjero y en el país. No pude lograr que esta compañía fuera una vidriera más universal o mundial. Tampoco pudimos moverla dentro del país. Al principio de mi gestión iba a la Secretaría de Cultura de la Nación y como me cansé esperando o era mal atendido por los funcionarios de turno, decidí abocarme al trabajo con la compañía. Trato de apuntar a muchos frentes al mismo tiempo y en algunos consigo avanzar y en otros no.

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“El sentido de mi vida pasa por el trabajo, por la creación, por toda la compañía”, dice Wainrot.
 
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