ESPECTáCULOS
Un rancho fino en el Barrio Norte donde se debe convivir a la fuerza
En la obra dirigida por Julio Chávez, el choque de costumbres da pie a situaciones costumbristas de ácida comicidad.
Por Hilda Cabrera
Si fuera por la chinita Susana y su tío Tulio, las camas que tendió Clara para que la ocuparan su hermano y una sobrina huérfana recién llegados del campo permanecerían sin usar. Forzados a abandonar su casa pueblerina de la provincia de Córdoba, después de vender a precio vil lo que les quedaba, son instalados por Clara en una habitación que los hospedados sienten ajena. Ese no es su rancho, pero hasta allí trasladan lo poco que tienen: la pava y el mate, una vela, algunas mantas, un manojo de albahaca brotada y un escondido resentimiento hacia la tía que tiempo atrás dejó el pueblo, prosperó y vive en Barrio Norte. No le perdonan haber dejado, al irse, la tranquera abierta, ocasión que aprovecharon las chivas para comerse el sembradío de achicoria.
Acusaciones de esta índole, sumadas a la incongruencia de algunos de los diálogos y el desprecio de la joven y su tío por las impecables camas, tiñen a la obra de un humor disparatado que seduce desde el inicio a través de frases cortantes, directas, intencionadas e ingenuas al mismo tiempo. La acción transcurre en una madrugada, y cada personaje (la moderna Clara, la joven Susana, que prefiere dormitar sentada en una silla, y el lisiado Tulio, en la propia, de ruedas) conforman un pequeño mundo mal avenido. Es justamente ese contrapunto de temperamentos y de insignificancias dichas con seriedad lo que va definiendo los prototipos. El choque resulta menos cómico cuando se descubre que no hay convivencia posible. Los porqué quedan a cargo del espectador, aun cuando aquí se insinúa como una causa la pretensión de imponer gustos y comportamientos que, por ser propios, se consideran mejores.
La pieza es ingeniosa en la medida en que cruza de manera insólita frases tomadas de ámbitos supuestamente reales. La acción progresa conducida por el personaje de Clara, que se debate entre la comprensión y el desborde, sacudida su paciencia por la tozudez de los huéspedes. Interpretada con variedad de registros por Luz Palazón, esta tía de Barrio Norte es la que da forma a Rancho, semejante en algunos aspectos a un cuento con final abierto. Invariablemente hostiles a la hospitalidad que se les ofrece, el tío (papel que compone Leandro Castello) y la sobrina (Mercedes Scápola Morán), encargada de “varear” al lisiado y proveerlo a cualquier hora de vino y salame, no se atreven a decirle a Clara que llegaron para quedarse, puesto que ya nada poseen en el pueblo de Calchín. Esa necesidad de cobijo no les impide mascullar el rencor de verse obligados a lidiar con la “mentalidad de rico” de la tía. Este es un rancho fino ubicado en Peña y Austria. Por su lado, la tía no puede siquiera “adivinar” qué pasa por las cabezas de sus familiares. Se siente defraudada: pensaba llevarlos a pasear a Puerto Madero y no consigue siquiera convencerlos de las ventajas de comprar en un supermercado, donde todo está al alcance de la mano. En este retrato parcializado de costumbres de vida diferentes e incompatibles, acaso para siempre, por terquedad o por viejos rencores sobre los cuales nunca se quisoreflexionar, Julio Chávez (coautor del libro) muestra –como en las anteriores Angelito pena y Maldita sea (la hora), que dirigió y escribió– un humor ácido y una fina observación sobre los caracteres, elementos que, combinados de forma intempestiva, resultan eficaces para atrapar al público, especialmente a aquel al que atraen las piezas breves, hoy tan numerosas en la cartelera de Buenos Aires.