ESPECTáCULOS
“El exilio es algo que no le deseo a nadie, pero a mí me enriqueció”
En su libro Ultima carta de Moscú, Abrasha Rotenberg utiliza lo autobiográfico como disparador de una mirada sobre el siglo XX.
Por Silvina Friera
La confusión del exilio ha dejado marcas indelebles en la existencia de Abrasha Rotenberg: cicatrices dolorosas, pérdidas idiomáticas casi irreparables y numerosos desarraigos. Sin embargo, él supo digerir y transformar estos escollos mediante un aprendizaje instintivo, una suerte de brújula en medio del desorden, que le permitió sumar y multiplicar experiencias, culturas y variadas visiones de la vida. Aunque nació en un pueblito de Ucrania, Teofipol, un típico shtetl similar a los que aparecen en las obras de Scholem Aleijem o Isaac Bashevis Singer, pronto las circunstancias económicas obligaron a su madre y a él a desplazarse hacia Magnitogorsk, en los montes Urales y, posteriormente, a Moscú. También debió abandonar esta ciudad, cuando partió a Buenos Aires para reencontrarse con un padre –a quien sólo conocía por fotos en blanco y negro– que había huido del pueblo y del régimen comunista, con la promesa de reunificar a la familia y construir un impredecible futuro en la remota Argentina. “Hasta hoy me envuelve el espíritu de la Moscú que conocí de niño y asocio sus anocheceres estivales con aquellas bandadas de jóvenes que cantaban, bailaban y rasgaban sus balalaicas en la Plaza Roja”, dice Rotenberg en la entrevista con Página/12.
Ultima carta de Moscú, que Rotenberg presentará en la Feria del libro (ver aparte), es la crónica del desamparo y la decepción de un niño de casi ocho años que se topa con un padre hostil, muy diferente al que imaginaba. Lo biográfico opera, además, como disparador de un relato que ensambla las consecuencias sociales, políticas y culturales de la revolución socialista y del nazismo, dos movimientos que convulsionaron buena parte del siglo XX. Casi todos los familiares de Rotenberg murieron en los campos de concentración del nazismo (en Teofipol, había ucranianos que delataban a los judíos, quienes eran arrancados de sus casas para que cavaran sus propias fosas, y después los fusilaban) o del stalinismo. “Soy muy holgazán, escribo cuando ya no tengo ninguna excusa”, confiesa Rotenberg. “Había dos temas que me dolían y me resultaban difíciles de resolver. Uno fue la incomunicación con mi padre y el otro, la historia de mi familia en la Unión Soviética, con la que perdimos contacto por la situación política. Viví la euforia del comunismo porque mis tíos eran casi todos comunistas y ese mundo que fui descubriendo de pequeño, y del que fui testigo, me condicionó mucho.”
Escritor, periodista (participó en la fundación del diario La Opinión) y editor (asociado con Manuel Aguilar fundó en España la editorial Altalena), Rotenberg, que vive en España desde que se exilió de la Argentina por las amenazas recibidas durante la dictadura, dice que este libro es una secuela de su inicio en el mundo de la literatura, acaso una prolongación de ese primer premio que obtuvo en 1952, en un concurso literario en idioma idish, que le otorgó un jurado de escritores judíos en Nueva York. Para Rotenberg, Ultima carta de Moscú es un homenaje no sólo a la inmigración judía sino a todas aquellas personas que llegaron a la Argentina sin nada, sin medios, sin armas, sin cultura y sin ningún oficio. “Pero también es un homenaje a un país que permitió la integración de los inmigrantes, que le han dado al país esa característica que tiene, que es una incapacidad de organizarse y una gran necesidad de idealizar a los presuntos mesías que pueden venir para solucionar los problemas”.
–¿La vida del exiliado es un andar a la deriva?
–No, porque yo aprendí algo muy importante. Si llego a un lugar tengo que pensar que voy a estar el resto de mi vida en ese sitio, aunque al día siguiente me tenga que ir. El exilio no se lo deseo a nadie porque es doloroso. El judaísmo me dio un anclaje y aunque me olvidé del idioma ruso, estoy influido por toda la literatura y el teatro rusos. El alma rusa escéptica me conmueve, y además me gusta mucho el vodka (risas). Pero soy muy argentino y me emociono hasta las lágrimas con el tango. Tener un Borges, un Cortázar, un Roberto Arlt o un Macedonio Fernández, por nombrar al azar a escritores que amo, es un lujo extraordinario y también me sorprende cómo lo judío siempre quiso ser argentino. Alberto Gerchunoff llegó en 1884 a un pueblito de Entre Ríos. En 26 años aprendió un idioma y escribió una obra con gauchos judíos que hablaban como españoles. Lo judío se incrustó en la vida argentina, pero sin renunciar a sus raíces.
–Durante la evocación de sus años en Rusia usted se refiere a Moscú como parte de su exilio infantil. ¿Cómo fue esa experiencia?
–Tuve la suerte de sumar culturas y vivencias. Porque vivir en Ucrania no es lo mismo que vivir en los montes Urales o en Moscú. Pero también experimenté la fascinación que me produjo esta estadía breve en Berlín, mientras nos dirigíamos con mi madre hacia Buenos Aires, cuando vi a esos chicos cantando y marchando en las calles con esos uniformes. Todo el mundo en esa época pensaba que lo de Hitler conducía a la locura, menos los alemanes. Por una gripe que tuve cuando ya estaba en Buenos Aires, perdí el idioma ruso, lo olvidé y tuve que aprender un idioma totalmente distinto. El idioma es la entraña y cuando uno tiene entrañas que son artificiales nunca funcionan adecuadamente. Por eso, creo, no hablo bien ningún idioma, porque hay palabras que circulan por la sangre de uno. El descubrimiento del judaísmo para mí fue muy importante, porque se puede ser judío, agnóstico y al mismo tiempo universal: el judaísmo es una suma de todos esos elementos. La esencia de lo que significa lo judío me enriqueció del mismo modo que me enriqueció lo argentino.
–¿En qué sentido?
–El argentino no se da cuenta de que tiene una visión amarga de la vida, pero muy optimista en el fondo. Como desde niño fui un exiliado, pude transformar esa experiencia en un destino enriquecedor. Tuve la “suerte” de transitar por la amarga experiencia del siglo XX, que nació con el ideal de que se podía cambiar el mundo y el hombre y tuve la mala fortuna de ser testigo de cómo todo eso se derrumbó.
–¿Estamos en un período de resurrección de los ideales?
–Todavía no. Pienso que mis nietos van a vivir una vida dura y conflictiva, pero estoy seguro de que alguien va a encender de vuelta una llama de esperanza, de cambio. Mi tío Luzer, que era un comunista idealista, cuando le comenté que mi papá en Argentina me estaba construyendo un cuarto para mí solo, me decía que dentro de unos pocos años todos los niños soviéticos iban a tener su cuarto. Estaba convencido de que el futuro era socialista.