ESPECTáCULOS
Los recuerdos de un país bajo la luna de Avellaneda
Apoyándose en recursos similares a los de El hijo de la novia, el film de Juan José Campanella dibuja una alegoría entre el devenir argentino y el de un club de barrio, sin eludir los trazos gruesos.
Por Horacio Bernades
Subir hasta lo más alto de un palo enjabonado, hasta casi alcanzar la luna. Esa es la primera imagen de Luna de Avellaneda y también, de alguna manera, su metáfora central, como bien se ocupa de explicitar una escena posterior. Tomando a un club de barrio como representación de la Argentina toda, con su película siguiente al gigantesco batacazo de El hijo de la novia Juan José Campanella da un paso más en el proyecto de un cine popular y masivo, de franca sintonía con la platea. De apelación aún más directa y generalista que El hijo... y nuevamente con apoyo de la productora de Adrián Suar, todo indica que a Luna de Avellaneda debería irle, en términos de público, aún mejor que a su predecesora. Lo que habla de su eficacia, pero no necesariamente de sus logros.
Un paso más quiere decir una apuesta más grande, tanto en términos de producción y extensión como de temática. De dos horas y media de duración y con concurrencia de capitales españoles, Luna de Avellaneda amplía el arco referencial de El hijo de la novia al aludir a la posibilidad de reconstruir ya no sólo los lazos familiares, sino el país en su conjunto. País al que el club “Luna de Avellaneda” representa, describiendo una parábola que va de la feliz plenitud de los ’50 a la decadencia de años recientes. Es justamente en esa representación tan lineal y transparente donde nacen los problemas, ya que pretender hablar de un país a través de un club suena muy parecido a hacer pasar un camello por el ojo de una aguja.
Con una masa de socios reducida a apenas unos centenares, actividades raleadas e instalaciones resquebrajadas, está claro que el club conoció épocas mejores. Así lo testimonia el concurridísimo y muy animado baile del Carnaval de 1959, que la secuencia introductoria pone en escena con exuberancia e indudable ojo para el detalle de época. En medio del bailongo, una de las concurrentes terminará pariendo, asistida por el número principal de la noche, Alberto Castillo. Como todo el mundo sabe, además de “cantor de los cien barrios porteños”, el intérprete de Siga el baile también era médico. Cuarenta y cinco años más tarde, Román (el inhundible Ricardo Darín, en su tercer protagónico al hilo para Campanella) es miembro de la comisión directiva del club que, literalmente, lo vio nacer. Alma mater de la institución, Román tiene sobrados motivos de preocupación: el “Luna de Avellaneda” no sólo da pérdidas, sino que además acaba de caerles una multa impagable.
Como último recurso, Román y sus compañeros de comisión (entre quienes se cuentan los personajes de Mercedes Morán y Eduardo Blanco, además de José Luis López Vázquez, que hace de presidente del club) acudirán, para que los salve, a un socio últimamente inactivo, típico politicastro sospechoso (Daniel Fanego). Lo que el hombre trae como solución puede significar el fin: vender el predio del club para levantar un casino. Negocio en el que –no hace falta ser paranoico para sospecharlo– el hombre debe ir prendido. Habrá llegado la hora de que los socios decidan qué hacer con el club de sus amores, lo cual se resolverá en una maratónica asamblea final, broche emocional del film.
Apostando, como El hijo de la novia, a una fusión entre el sentimentalismo, la comicidad y las opciones morales de hierro, los chistes, gags y personajes graciosos de Luna de Avellaneda (entre ellos, notoriamente, esa suerte de Benigni criollo llamado Eduardo Blanco) están entre la eficacia y la fórmula lisa y llana. Animada por la idea implícita de que todo tiempo pasado fue mejor (algo que la escena inicial deja en claro), la película de Campanella se identifica con el punto de vista de su protagonista, tanto como para no ponerlo jamás en cuestión. Román no sólo representa la reserva moral, sino que además el film lo saca de apuros, expulsando fuera de escena al incómodo amante de su mujer. Si a la esposa de Román (la muy convincente Silvia Kutica) se le niega esa posibilidad, peor suerte le destina el guión al personaje de Mercedes Morán, una bruja que vive haciéndole la vida imposible a su ex y al hijo. Esa clase de simplificaciones deviene de la concepción misma de la película, entregada de pies y manos a la generalización y el maniqueísmo. Como en El hijo de la novia, el mundo se divide entre los que alguna vez fueron buenos y dejaron de serlo, los que lo siguen siendo a pesar de todo y quienes jamás lo serán. Como resultado, en este club de mano única llamado Luna de Avellaneda, al espectador no le queda mucha más alternativa que la de funcionar como un simple socio adherente.