ESPECTáCULOS
Las aguas bajan turbias en “La piscina” de Charlotte Rampling
El realizador François Ozon, que ya había redescubierto a la actriz en Bajo la arena, vuelve a darle otro gran papel protagónico.
Por Luciano Monteagudo
“No soy la persona que usted cree” es la primera frase que se le escucha decir a Sarah Morton, cuando una admiradora la reconoce en la foto de la solapa de su nueva novela, otra de sus intrigas policiales protagonizada por el Inspector Dorwell. En alguna otra ocasión, quizá, Miss Morton (Charlotte Rampling) hubiera disfrutado, aunque más no fuera tibiamente, de los elogios de sus fans en el subte de Londres. Pero Sarah parece pasar por un mal momento. Basta con verla llegar al despacho de su editor, donde se cruza con un joven escritor en ascenso (“A mi madre le encantan sus novelas”, le dice el otro, no son ironía), para comprobar el grado de neurosis y de hastío que se ciñen sobre su carácter. Con experiencia mundana y elegancia británica, el editor (Charles Dance) le sugiere que se tome unas vacaciones, que acepte pasar unas semanas lejos de Londres, bajo el cálido sol de Provence, en el sur de Francia. El le presta allí su casa de veraneo, para que descanse; y, si quiere, también escriba. Bastará con que esa inglesa seca y agria, que vive tristemente con su padre enfermo, abra las persianas de la casona francesa y descubra la luz del Mediterráneo para que un brillo nuevo aparezca en su ojos profundos. Algo más que su mal humor cambiará en esos días que la esperan al borde de “ese nido de bacterias”, como llama ella a la piscina.
A los 37 años, el director François Ozon se ha convertido no sólo en uno de los más exitosos del último cine francés, sino también de los más fecundos y controvertidos. Ya lleva firmados cinco largometrajes desde que en 1998 agitó la Semana de la Crítica del Festival de Cannes con la sulfurosa Sitcom, y desde entonces no ha dejado de llamar la atención del público y de la crítica, dividida entre el elogio y la diatriba ante cada una de sus películas, que suelen ser bastante distintas unas de otras, al menos en su superficie. Por ejemplo, por citar apenas las que llegaron a Buenos Aires: Gotas de agua sobre piedras calientes, basada en una vitriólica obra teatral de juventud del alemán Rainer Werner Fassbinder, apenas si compartía con el vodevil 8 mujeres (plagado de estrellas del cine francés) un gusto marcado por el artificio, por una puesta en escena deliberadamente teatral, mientras que ahora La piscina parece más fácil de asociar con el que quizá sea su mejor film, Bajo la arena, aunque más no sea porque allí también Charlotte Rampling hipnotizaba la cámara.
Sin embargo, había una gravedad, un luto en Sous le sable que no es el caso de Swimming Pool, un film luminoso, travieso, en la medida en que juega no sólo con las fantasías de su protagonista, sino también con las del espectador. Sucede que al poco de llegar a ese remanso de paz y soledad, Sarah descubre que ya no está sola: la hija francesa del editor también se ha instalado allí y no podría ser más diferente de ella. Mientras Sarah es silenciosa, ordenada, reprimida, Julie (Ludivine Sagnier, en su tercera colaboración con Ozon después de Gotas y 8 femmes) deja en cambio siempre los platos sucios, se pasea desnuda por la pileta y a la noche hace ruidosamente el amor con el primer extraño que se le cruza en el camino. Se diría que Ozon –que no es ningún ingenuo– se divierte con este prosaico enfrentamiento de estereotipos, con ese suspenso y ese erotismo de cierta vulgaridad que se van instalando en la casa y que parece responder tanto a algún antecedente cinematográfico (justamente La piscina, de Jacques Deray, con Romy Schneider y Jane Birkin en los papeles antagónicos) como a la literatura de best seller que se supone escribe Sarah Morton. Poco a poco, mientras la escritora comienza a vampirizar para su nueva novela la personalidad de la muchacha (abandona el borrador de Dorwell on Holiday para abrir una nueva carpeta llamada Julie), la película de Ozon se va cargando de vaguedad, de incerteza, de una creciente ambigüedad, que lamentablemente el epílogo del film se ocupa de destruir, de la manera más literal. A pesar de ese final concesivo, que parece querer explicar aquello que hubiera sido mejor dejar abierto, inconcluso, La piscina tiene el encanto de un cine por momentos intencionadamente anacrónico, que parece guiñar un ojo sobre todo aquello que expone a la consideración de su espectador. Un párrafo aparte merecen Rampling y Sagnier, que hacen de su duelo un encuentro eléctrico, como dos polos que se reconocen antagónicos pero que al mismo tiempo se necesitan para generar energía.