ESPECTáCULOS › EL SABOR DE LA DERROTA, DEL GRUPO LA BOHEMIA
El padre, el hijo y una historia hecha de engaños y misterio
Apelando a un humor duro y sin concesiones, el grupo teatral va enlazando situaciones fragmentarias hasta conformar un relato de personajes implacables y fuerte impacto visual.
Por Hilda Cabrera
Eso de hacer recuento de asuntos tristes como forma de expresar que se ha renunciado a demasiadas cosas no es sino “vicio de pobre” para la Teodora que atravesó campos y necesitó protegerse de los perros, antes de ingresar de modo furtivo a la destartalada casa rural que habitan el joven Eusebio, el padre de éste, Corvalán –quien padece una enfermedad en los bronquios–, y el peón Bilbao. En esta última creación del Grupo La Bohemia –fundado en 1997, distinguido con premios nacionales e internacionales e invitado a festivales de América y Europa–, esos personajes se relacionan torpemente, y a veces de manera cómica. Son seres desvalidos pero también manipuladores. Un ejemplo es el padre, individuo con patente de bufón, capaz de abandonar con repentino brío su camastro de enfermo, acercarse rápidamente a la Teodora y robarle un beso. Dentro de la modesta y laberíntica ambientación de El sabor de la derrota, el tiempo adquiere dimensión surrealista: se detiene o deshace desbordando la geométrica escenografía de puertas y ventanas como si fuera un reloj blando, daliniano. Es noche de despedida: Eusebio parte a Buenos Aires en busca de trabajo. A semejanza de su padre fantasea, imaginando que recibirá ayuda de un tío cuya imagen descubrió en un recorte de diario, fotografiado junto al ex presidente Juárez Celman. Esa foto alimenta su deseo de huir del padre que le exige cuidarlo, del lugar que no lo entusiasma y de la dependencia que todo esto supone. Su decisión produce malestar, sobre todo en Corvalán, quien exagera sus ahogos y tiende trampas.
Quienes hayan leído el libro de igual título de Sergio Boris –destacado con el Premio Germán Rozenmacher a la Nueva Dramaturgia y editado en 2001 por el Centro Cultural Rojas– hallarán grandes cambios en esta puesta que lleva dramaturgia y dirección de Boris, pero cuya creación pertenece al grupo. En el formato libro –ofrecido además con traducción al francés realizada por François Thanas y al inglés por Elena Gowland–, la acción transcurre en 1870, mientras que en este montaje se ubica a comienzos del siglo XX. El lugar y varios diálogos y desenlaces son también otros. Lo que permanece, tanto en el libro como en esta versión concretada en la sala Cunill Cabanellas, es la mutua invasión de presente y pasado y la conflictiva relación padre-hijo, que es primordial, pero no única: complejos son también los acercamientos entre Bilbao y Teodora. La práctica del engaño moviliza a todos, como también el desmedido interés por aquello que la muchacha guarda en su precaria maleta y que exhibirá recién cuando se la convenza de que por eso obtendrá buen dinero. Uno de los aspectos interesantes de esta obra experimental es la preservación del misterio. Nunca se sabrá quién es quién y cuál es el final de la historia. Existe, en principio, una despedida: la del hijo del padre enfermo que cuidará Bilbao, cuatrero y hábil desollador de animales a quien Corvalán rescató en otro tiempo de una situación difícil. Estos datos, así como el desaliño de la muchacha, las alusiones a un prostíbulo pueblerino y al robo entre pobres, hablan de gente herida. La derrota es entonces una seña de identidad, otra cicatriz en el micromundo que Boris y su equipo trasladan a la escena sin concesiones, sin otro adorno que un humor patético ni otro respiro que la música que un personaje interpreta al piano y trae al presente el recuerdo de una mujer acaso querida.
A distancia de cualquier lugar común, el relato se va construyendo desde las acciones de unos seres implacables entre sí, diferentes pero complementarios en su orfandad. Creadores de imágenes, los intérpretes definen climas y zonas de probable desenlace. Esos aportes son resultado de una investigación iniciada en marzo de 2003 por este grupo galardonado por La bohemia, título de una puesta anterior.
Obra fragmentada, dura y de perturbadora elocuencia visual, El sabor de la derrota posee, aun con sus abruptos cortes, unidad de sentido. Lo demuestra en los enlaces de actuación, manipulación de objetos y diseño espacial. Un logro que no implica respuestas, ya que mantiene las incógnitas respecto de aquello que une y desune a los personajes y de lo que acerca o aleja a éstos de la naturaleza. El recurso es sencillo: basta con un escamoteo de corte absurdista o un imprevisto giro en la acción.