ESPECTáCULOS › THE DOORS EN LA CANCHA DE VELEZ
Una noche intensa, con rock, psicodelia y eclipse de luna
A más de 30 años de la muerte de Jim Morrison, la mítica banda californiana cautivó a 25 mil fans, rockeros de ley.
Por Esteban Pintos
Ahora se llaman The Doors of the 21st Century, pero para las 25.000 personas que estuvieron en el estadio de Vélez el miércoles del eclipse lunar eran The Doors. Eso fueron a ver, aun sabiendo que los restos de Jim Morrison descansan bajo tierra en París (unos cuantos de los presentes pasaron, alguna vez, por el cementerio de Pêre Lachaise). La reencarnación de una banda cuyo mito crece proporcionalmente al tiempo transcurrido desde la muerte de Morrison (1971) pasó por Buenos Aires en el septuagésimo segundo show desde que inició la riesgosa experiencia de salir de gira con otro cantante. Por eso la performance de Ian Astbury –ex The Cult, banda de hard rock setentista que tuvo su cuarto de hora de adhesión en Argentina– despertaba una lógica expectativa. Que rápidamente quedó satisfecha, una vez que el hombre ingresó al escenario peinado y vestido de Morrison (inevitable pensarlo de esa manera): jeans, botas, remera negra, campera de cuero y anteojos oscuros. Si además esos primeros pasos frente a una multitud rugiente y descontrolada transcurrieron luego del esperado, mil veces antes escuchado “¡From Los Angeles, California...” preludiando el inolvidable riff de Roadhouse blues, el triunfo estaba decretado. Así fue durante más de dos horas de puro blues psicodélico para piano y guitarra, ejecutado por la veterana dupla Krieger-Manzarek, sostenidos en la base rítmica de dos músicos empleados para la ocasión. Satisfacción garantizada, entonces.
El público porteño ya dio muestras suficientes de su cultura rocker –a veces con exceso tradicionalista por no decir conservador, por otra parte–, adorando iconos de la historia del género. En el mismo estadio Amalfitani pasó con Keith Richards antes de las visitas de los Rolling Stones, y también con Roger Waters antes de una (casi imposible) llegada de Pink Floyd. Algo parecido, en la cancha de Ferro, acaba de ocurrir con The Wailers. Podrían agregarse otros nombres a la lista: Yes, Creedence, Jethro Tull. Eso mismo que Los Ramones vivieron y disfrutaron en carne propia. En todos los casos se trata de bandas escuchadas y escuchadas en pequeños y cotidianos ritos de iniciación (sexo, drogas, ese otro lado al que había que abrirse paso) una y otra vez, asociadas a las primeras e intensas experiencias de vida. En el caso de los Doors, la energía desbordante que emanaba de esas canciones –por cierto, algunas interpretadas mejor que otras en la noche del miércoles– se potenciaba con el aura mística que los rodeó desde un principio. El destino maldito de Morrison, joven y bello, muerto como un poeta en París, potencia las sensaciones. En Argentina, The Doors ganaron lugar protagónico en el inconsciente colectivo rockero a partir de los años ochenta, cuando Luca Prodan (tal como sucedió con Marley y Lou Reed, también) introdujo esas canciones, citándolas, mencionándolas, remitiendo a ellas. Tanto como cuando en los ochenta Radio Bangkok programaba aquellas canciones, desafiando normas y pautas de difusión. Para toda una generación, escuchar LA Woman a las diez y cuarto de la mañana resultó toda una revelación. De ahí en más, Morrison-el mito se incorporó al Olimpo rockero de los argentinos con su cóctel de espiritualidad shamánica, existencialismo, rock y blues.
Y de repente, en 2004, la oportunidad única de escuchar en directo aquellas mismas canciones. La productora de estos shows no habrá tomado en cuenta algunas de estas cuestiones y por eso programó un tipo de espectáculo para público ABC1. Todo saltó por los aires cuando arrancó Roadhouse blues, provocando ciertos momentos de tensión en quienes habían adquirido plateas preferencias (de 200 pesos, las más caras) cuando oleadas de fanatizados llegaron desde las populares y el fondo del campo. De ahí en más, con el pasaje de Break on through, Love me two times, Five to one, People are strange, Touch me, LA Woman y, por supuesto Light my fire, la situación se tornó inestable y, por momentos, previa al caos. Sillas incendiadas, pogo, agua arrojada por bomberos y varios pedazos demadera volando por el aire (si alguno de ellos hubiera impactado en los músicos, todo se hubiera verdaderamente desmadrado) completaron un cuadro de intensidad que por momentos bordeó el descontrol. Encima del escenario, el eclipse de luna ocurría plácidamente, como la perfecta escenografía de una noche –sea dicho una vez más– intensa.