ESPECTáCULOS › ¿DOCUMENTAL O FICCION?
Contradicciones y paradojas de un personaje fuera de norma
El procedimiento de La quimera de los héroes es dejar que las imágenes vayan hablando por sí mismas, sin imponer un discurso.
Por Luciano Monteagudo
¿Quién es Eduardo Rossi? Mejor aún, ¿qué piensa realmente? ¿Es posible que un hombre cambie su manera de entender al mundo de un día para otro? ¿Qué queda en él de su vida anterior? No es habitual que un documental –o “un film de ficción con personajes reales”, como prefiere definirlo su director– logre introducirse en la interioridad de su protagonista, pero esto es lo que consigue La quimera de los héroes, segundo largometraje de Daniel Rosenfeld después de Saluzzi, ensayo para bandoneón y tres hermanos, un retrato minucioso del artista salteño, que también trabajaba sobre una abstracción, en ese caso la música.
Un paisaje desierto, un cielo como plomo, un silencio intenso. La cámara va paneando lentamente y descubre unas siluetas: a la distancia, se imagina una cancha, quizás un partido. El procedimiento de La quimera de los héroes es siempre ir avanzando de a poco, dejar que las imágenes y los sonidos vayan hablando por sí mismos, sin imponer un discurso. Así, de esa misma manera, se lo ve por primera vez a Rossi: grueso como un ropero, algo ridículo en un atuendo como de boy scout –sombrero alado, camisa de fajina, pantalones cortos y una cruz de madera en la mano–, el personaje se dirige, en un viejo vehículo blindado, a un entierro modestísimo. Se habla del difunto: un muchacho bueno, “como un pajarito”, dice Rossi. “Se lo llevó la bebida”, acota alguien. Salvo Rossi, son todos aborígenes, indios tobas de la provincia de Formosa. “Yo fui uno de los pocos blancos a quienes le abrieron su corazón”, se ufana. Paulatinamente, sin que medie el relato de ningún narrador, se irá sabiendo que Rossi ha decidido redimirlos de la desesperación y el alcohol organizando con ellos un equipo de rugby.
Rossi también parece tener mucho de qué redimirse. El mismo reconoce que pensaba y actuaba como un nazi, que no aceptaba acercarse siquiera a nadie a quien él considerara distinto. Pero “mi vida cambió radicalmente cuando, en Francia, conocí el Museo de la Resistencia y el Museo del Holocausto. Para cambiar hay que tener huevos. Y los tuve. Yo tenía que sacrificarme”, afirma dramáticamente. ¿Cuánto cambió Rossi? En primer lugar, no ha dejado de coleccionar cascos y armas de la Segunda Guerra Mundial, particularmente de la Wermacht, el ejército alemán. Su pueril militarismo, como el de un chico grande que sigue jugando a la guerra, también sigue incólume. Y su manera de dirigirse al Aborigen Rugby Club corresponde menos al de un entrenador que al de un sargento, arengando a la tropa y entrenándola como si fuera a entrar en combate.
Para Rossi, de hecho es así. Ha conseguido organizar en Buenos Aires, para el Día del Aborigen, un partido con Los Pumitas y enfrenta ese desafío con una determinación que el film –ya desde su título, que parece parafrasear al de la célebre novela de Bioy Casares, El sueño de los héroes– imagina mítica. El film de Rosenfeld, sin embargo, no condesciende a “explicar” nada. Por el contrario, permite que cada plano –que el director no tiene ningún apuro en cortar– se vaya preñando de sentido. De una manera muy musical, hay también un permanente contrapunto entre la imagen y el sonido: a un sostenido plano de Rossi en silencio profundo, como perdido dentro de sí mismo, Rosenfeld le yuxtapone la voz en off del propio personaje, y esas digresiones funcionan en el film como el fluir de la conciencia.
Se le podría cuestionar al film que ignora a los indios tobas, que les niega la posibilidad de darles una voz. Pero lo que le interesa a La quimera de los héroes es ese nudo de contradicciones y paradojas que es Rossi, su misterio esencial, la imposibilidad de identificarse con ese hombre, al que el film, por supuesto, nunca idealiza pero tampoco condena. Por los aborígenes, parecen hablar sus pies desnudos hundiéndose en el barro, ese enjambre de brazos y piernas en movimiento, sus rostros insondables. La cámara de Ramiro Civita –quizás el mejor fotógrafo del cine argentino actual– no pierde detalle y parece ubicada siempre en el mejor lugar posible, como si no hubiera otro. Como si estuviera trabajando para un film de ficción.