ESPECTáCULOS › DE CIRUJAS, PUTAS Y SUICIDAS, CON DIRECCION DE LIA JELIN
Aguafuertes de un despojo
La obra, con textos de Cossa, Degracia, Pais y Perinelli, denuncia la miseria a través de un hiperrealismo cotidiano.
Por Hilda Cabrera
El festivo café de “la tetona” acabó siendo el de “los que no tienen fe”. Sucedió tiempo atrás. Lo atestiguan unas mesas sin clientes y unas paredes cubiertas con espejos y marcos herrumbrosos. Los dueños del cafetín probaron suerte con espectáculos de cabaret y hasta teatro político, pero fracasaron siempre, por avidez de dinero o por ignorancia. La historia es relatada por un presentador, que en De cirujas... oficia además de mozo.
Esa impresión de “haber sido” es subrayada en esta puesta de Lía Jelín con el artilugio de la niebla. Desdibujados por ésta, unos personajes ingresan cautelosos a escena. Ellos son el ciruja Cotolengo, la prostituta Franca, el mozo y el sexagenario. La forma preferida es el monólogo, utilizado aquí para referirse a lo propio, a parientes y conocidos, como el “Lungo” Banana, a quien Cotolengo califica de linyera silencioso e indocumentado. Con él comparte, debajo de una autopista, “un lugar donde pasar las horas sin padecer”. Las crónicas son desoladoras, aunque sublimadas por el humor. El “ojo perdido” de Franca, por ejemplo, es una carencia que benefició a la muchacha en su primera y famosa etapa en el quilombo de la Chepa. Con ese “defectito” atraía a los morbosos: “Venían de todas partes del mundo”, recuerda Franca con el regocijo de una megalómana. En otro registro, el hombre maduro y reflexivo que no acalla sus amarguras (compuesto por Jean Pierre Reguerraz) inventa excusas para tolerar mejor las huellas que en su físico deja el paso del tiempo: “Lo que me hace sentir viejo es la realidad”, apunta, aun cuando es notorio que esa afirmación no lo conforma. Dos músicos en escena intensifican con acordes el lamento del varón atacado por la melancólica impresión de que le “cambiaron el mundo”; que ya no entiende el lenguaje de los jóvenes ni la poética confesión de un “te quiero, boludo”, hecha por una enamorada al novio.
El público accederá sólo a retazos de la vida de cada personaje, informado por el mozo-presentador (roles que desempeña Gustavo Masó) y los protagonistas de cada historia. De la tuerta se inferirá –por un comentario del Cotolengo que interpreta Pablo Brichta– que no es de las que “arreglan con la yuta”. Una razón más para ser desdichada. Franca es descripta como una joven generosa y enamoradiza que, liada con un pintor francés tan pobre diablo como ella, aprenderá modales. Estos no le servirán de mucho con su familia ni con los habitués de los burdeles. La directora entrecruza hábilmente anécdotas y personajes construyendo aguafuertes que pintan emblemáticas desilusiones: “Paren la mano con el abandono y esas trasnochadas”, dirá en alguna secuencia el socialista sexagenario, tan irremediablemente automarginado que “ni el tiro del final le va a salir”. En los antípodas, la filosofía de Cotolengo es aferrarse a lo que tiene. Ni siquiera discute con el Banana. Respeta su parquedad. En el fondo es un sentimental adiestrado para escudriñar el entorno y aceptarlo, como acepta al “Lungo” que se niega a hablar del pasado y prefiere matear en silencio.
Los monólogos se suceden con breves irrupciones de números musicales (los temas y arreglos pertenecen al fallecido Jorge Valcarcel y Alfredo Seoane). Estos cuadros completan de modo irónico aquello que cada personaje comunica, revelando a veces un alter ego de artista que sueña con una vida mejor. Los textos de Cossa, Degracia, Pais y Perinelli no desdeñan el lugar común. Sus personajes son previsibles y contradictorios. El mundo los abandonó –o ellos lo abandonaron– casi sin darse cuenta, arrasados por una catástrofe personal. De ahí quizás la necesidad de que un relator canalice las peripecias de estos caídos del mapa, e incluso dialogue con el público, que responde, festeja y aplaude especialmente los musicales, entre otros los protagonizados por Mónica Villa, en el papel de Franca. De cirujas... responde, en alguna medida, a una forma de hacerteatro que roza la protesta poética, al señalar desde un hiperrealismo cotidiano el despojo y la miseria.