ESPECTáCULOS › VIDEO “EL MAQUINISTA”
Alucinaciones en un baldío industrial
El film de Brad Anderson tiene un tono pesadillesco, a la manera de David Lynch.
Por Horacio Bernades
“Si seguís adelgazando vas a desaparecer”, le dice todo el mundo a Christian Bale a lo largo de El maquinista, y la verdad es que pocas veces en la historia del cine alguien habrá tenido un aspecto más impresionante que el suyo. Los ojos hundidos y circundados de manchones oscuros, pómulos cuya prominencia la falta de carne de alrededor no hace más que acentuar, costillar entero a la vista, el Trevor Reznik de El maquinista parece un cadáver móvil. Como si el actor se estuviera preparando para hacer de padre de Dolores Fonzi, en una inminente remake estadounidense de Caja negra. Los 30 y pico o 40 kilos que el protagonista de American Psycho habrá perdido para el papel impresionan aún más después de haberlo visto en Batman inicia, para la cual recorrió el camino exactamente inverso y terminó convertido en puro músculo, tras meses de pesas, fierros y flexiones.
Extraña coproducción entre capitales estadounidenses, ingleses y españoles, estrenada en el Norte en octubre del 2004 y exhibida en marzo pasado en una paralela del Festival de Mar del Plata, el sello AVH acaba de lanzar El maquinista, directamente en video. La propensión por lo dark se había hecho presente ya en trabajos anteriores del realizador, Brad Anderson, matizada por el encuadre de comedia romántica en Next Stop, Wonderland (aquí salió también en video) y exacerbada en la anterior Session 9, que transcurría en un hospital mental abandonado, y poblado de indeseables presencias. En lugar de hospital mental, el ámbito de El maquinista es una ciudad industrial inidentificada, pura bruma y humo, donde abundan los baldíos. Rarísimo de ver en el cine de la época, Trevor Reznik trabaja, de mameluco y al pie de un torno, en un taller de algo, llamado “National Machine” (nunca se sabe bien qué piezas se fabrican allí, y en verdad poco importa).
Solitario e insomne (“hace un año que no duermo”, confiesa en un momento), en el taller Trevor habla más bien poco. Los contactos sociales de Reznik tienden a reducirse a dos únicas y esporádicas compañías femeninas. Una es una puta pálida que parecería espolvorearse sombra alrededor de los ojos con carbonilla. Y a quien encarna, como es lógico, Jennifer Jason Leigh. La otra es una camarera amable y bellísima (Aitana Sánchez-Gijón, uno de varios nombres españoles en la producción), que atiende la barra del bar... del aeropuerto de la ciudad. Sí, todas las semanas, a la salida del taller, Reznik maneja hasta el aeropuerto, se sienta frente a la barra y pide un café y una porción de torta. Si las cosas no pintan bien para él, peor irán desde el momento que conozca, durante un descanso de trabajo, a un tal Iván, pelado forzudo y agresivo que parece recién escapado de alguna mala película de gladiadores.
El tipo tiene toda la pinta de ser una pesadilla y lo será: sospechosos accidentes de trabajo, alguna intrusión domiciliaria, presencias quizá fantasmales y esa inconfundible sensación de resbalar hacia la locura se sucederán de allí en más. Dos películas anteriores evoca sobre todo El maquinista, y ambas son hitos en el terreno de lo pesadillesco cinematográfico. Una es Eraserhead, de David Lynch, de la que hereda la concepción de la ciudad industrial como desesperado baldío dark. La otra es Pi, de Darren Aronofsky: el mismo encierro opresivo y paranoico, la misma progresiva pérdida de límites entre lo real y lo alucinado, la misma pregunta sobre el estado de salud mental del que narra. Morbidez, encierro en la propia mente e indiscriminación entre ésta y el mundo exterior evocan ya no una película sino una obra completa: la de David Cronenberg. Es así que no suenan casuales las presencias de Jason Leigh (a quien Cronenberg había reclutado para eXistenZ) y el scanner malo por antonomasia, Michael Ironside, que aquí termina perdiendo un brazo por culpa de una máquina que se pone a andar cuando no debería.A Anderson no se le puede reprochar falta de coherencia sino en todo caso abuso de ella, en tanto tiende a convertir su película en un objeto excesivamente programático. Véase en este sentido la paleta visual elegida, despojada de color y de tonalidades lívidas y biliosas. En otras palabras, cadavéricas. Tanto como el aspecto del pobre de Christian Bale, que después de esto habrá saltado de alegría, cuando le dijeron que era el próximo Batman y lo metieron en un gimnasio.