ESPECTáCULOS › ENTREVISTA A ALFREDO ALCON, QUE ESTRENA “ENRIQUE IV”
“En algún momento, todos le tenemos miedo a la vida”
El actor se prepara para estrenar el sábado próximo la obra de Luigi Pirandello, en la sala Casacuberta del Teatro San Martín, dirigido por Rubén Szuchmacher. Aquí reflexiona sobre el eje de la obra: las máscaras a las que a veces es necesario recurrir para enfrentar la realidad.
Por Cecilia Hopkins
Pasa con fluidez de un tema al otro, reflexiona, reaviva un recuerdo y parece siempre dispuesto a rematar sus propios comentarios con una carcajada. A punto de estrenar Enrique IV, de Luigi Pirandello, Alfredo Alcón luce distendido en el hall de la sala Casacuberta, entusiasmado con el proceso de los ensayos. Secundado por Elena Tasisto, el actor vuelve una vez más al Teatro San Martín, en esta oportunidad dirigido por Rubén Szuchmacher. La primera vez que actuó en este teatro fue en esta misma sala donde, a partir del sábado 30, comenzarán las funciones. Aquel debut fue en 1963, cuando interpretó el rol de Juan en Yerma, de García Lorca, junto a María Casares, bajo la dirección de Margarita Xirgu (ver aparte). En esta oportunidad, el elenco se completa con Osvaldo Bonet, Horacio Peña, Roberto Castro, Analía Couceyro, Lautaro Vilo, Pablo Caramelo, Javier Rodríguez, Pablo Messiez y Francisco Civit. Luego de la entrevista con Página/12 habrá ensayo general con el vestuario diseñado por Jorge Ferrari: “Siempre ayuda ensayar con la ropa que uno va a usar, especialmente en una obra como ésta, en la que el disfraz es tan importante”, dice el actor. Alcón se refiere a una circunstancia precisa del texto de Pirandello, una mascarada que tuvo lugar años antes de comenzada la acción de la obra. Un carnaval en el que uno de los aristócratas participantes se cayó de su caballo y quedó fijado en el personaje del cual estaba disfrazado, el rey Enrique IV de Alemania. A partir de ese momento, ese hombre –el personaje de Alcón, precisamente– vivirá como si estuviese en el siglo XI cuando, en realidad, corren los años ’20. La obra da comienzo cuando algunos de los disfrazados de entonces, vistiendo ropas similares, llegan, junto a un médico psiquiatra, a la residencia del extraviado para intentar su curación. Y la importancia de los disfraces en la obra va más allá todavía, porque estas ropas de ficción hacen referencia a uno de los temas que obsesionó al autor siciliano, motivo de la mayor parte de sus piezas teatrales y obra narrativa: la personalidad del hombre es una construcción ficticia, involuntaria, una sucesión de máscaras que lo ocultan, unas reemplazando a las otras, a lo largo de toda la vida.
–¿Le gustan los ensayos, los períodos de búsqueda, o prefiere las funciones?
–Me gustan los ensayos. Ahí aparece la estructura, una especie de caminito que se traza, donde se basa el actor para hacer sus variaciones. Porque en las funciones el actor sigue cambiando, buscando, como en ensayos, porque acaba de aparecer el público, el elemento fundamental, para quien uno estuvo preparando la obra durante meses. Los espectadores hacen también la función. A veces se ríen donde uno no lo espera o donde cree que van a reaccionar con risas se produce un terrible silencio. Cada público es diferente en cada noche: uno está allí, iluminado, y los espectadores en la penumbra... Hay algo de interrogatorio policial en todo eso. En cambio, en el cine la mirada del público la dirige la cámara. Para mí, el teatro sigue existiendo porque le da al público la libertad de mirar adonde quiera: es quien elige y hace su propio montaje.
–¿Nunca se aburrió de representar una misma obra semana a semana?
–Un día puede pasar, pero del mismo modo como uno puede aburrirse de la persona que más ama. Me decía Cunill Cabanellas, uno de mis maestros, que la función comienza en el camarín: lo que pasa allí entre los actores se verá luego en el escenario. Un día, tal vez, uno no tiene ganas de hacer la función y de pronto, por contagio del compañero, o a partir del entusiasmo del público, la función sale, tal vez, mejor que cuando se viene al teatro con todas las ganas.
–¿La locura controlada de Enrique IV se parece en algo a la que finge Hamlet?
–Sí, puede ser, en esa necesidad de ponerse un disfraz de loco para ver cómo reaccionan los otros y tener tiempo para jugar con los demás, para vengarse. Pirandello conoció la locura y a los psiquiatras, porque su mujer tenía muy serios problemas mentales. Aquí ironiza mucho acerca de los médicos psiquiatras. Tuvo una vida difícil. Por eso se sabe que estuvo metido en el mar para hablar de las olas.
–¿Qué es lo que más le resuena de su personaje?
–Es algo que en algún momento nos pasa a todos y es tenerle miedo a la vida. Este hombre elige vivir en una historia pasada, inmutable, sin los riesgos que tendría si no supiera qué es lo que va a sucederle al instante siguiente. Así se construye una realidad virtual.
–Pero en un comienzo fue a pesar suyo, a partir de un accidente...
–Sin embargo, yo creo que él le tenía miedo a la vida desde antes de la caída. Luchar por la mujer que amaba era un riesgo: podía haberla tenido o no, pudo haberla perdido después o tantas otras cosas. El era un hombre raro, quería apasionarse y actuaba para salir de ese vacío, exageraba y caía en el ridículo... No puedo explicarlo mejor porque no soy Pirandello... (risas), pero la historia de Enrique IV no es un caso clínico, habla de algo que a todos nos pasó alguna vez. Por miedo, por no arriesgar, por temor a que la cotidianidad lo destruya, a todos nos pudo pasar que nos quedamos sin vivir algo. Por esto mismo hay gente que se inventa una realidad virtual, como pasa ahora con Internet, que la gente se escribe diciendo que son rubios y millonarios, aunque no sea cierto. Esta actitud que muestra la obra de refugiarse de la vida me parece atractiva. Todos tenemos una tendencia que va del Eros al Tánatos, una búsqueda constante hacia la vida y hacia la muerte. Lo digo para ponernos cultos (risas).
–Y para seguir con un tema intelectual, ¿comparte con Pirandello la idea de que la personalidad es pura construcción?
–Bueno, nadie es igual con cada persona. Aparecen diferentes manifestaciones, diferentes colores del yo, según con quien está uno. Si hoy tuviera el poder que no tengo, tal vez apareciera otro yo que no conozco o, al revés, si tuviese menos poder, aparecería seguramente algo que no conozco de mí mismo. De esos disfraces o máscaras está hecho el ser, como si fueran las capas de una cebolla.
–Así expresada, la idea no causa angustia. Pero en los textos de Pirandello es diferente.
–Pero allí también hay mucho humor, hay que descubrirlo. Esta obra tiene mucho de vodevil negro que termina en tragedia y Rubén (Szuchmacher) supo escuchar con lucidez al autor. Esos personajes aristócratas no son como los de Ibsen o Strindberg sino que son muy superficiales, porque se ríen de sus disfraces y no tienen ningún sentido de culpa. Los buenos directores se basan en los textos para hacer sus puestas. A mí no me gustan los directores ocurrentes que dicen: “Hamlet va a ser mujer, porque se me ocurrió”. Un pensamiento es una cosa y una ocurrencia es otra, muy diferente. Un director debe escuchar con humildad lo que el autor escribió, a ver cómo respira el texto cuando lo pone en movimiento. Y en este caso, la obra tiene una vitalidad y un ritmo que yo no había imaginado que tendría.
–¿Le interesa trabajar con un director que tiene decidido todo de antemano?
–No me gusta trabajar con un director que suponga que uno debe acceder a su sabiduría, sino con alguien inteligente que está convencido de que podrá crear con el grupo que convocó, en conjunto. Y que sabe cambiar de ideas porque escucha a los demás. Los que no cambian es porque tienen pocas ideas y no mucha imaginación.
–¿Suele crear vínculos profundos en el teatro?
–Hay relaciones muy hondas, intensas durante la temporada porque los actores se encuentran unidos por el trabajo de todos los días. Después pasa que uno no vuelve a verse por mucho tiempo. Siempre tuve la suerte de trabajar con quienes me llevo bien. En esta oportunidad es un lujo trabajar con Elena Tasisto. Porque hay actores buenos y hay otros, que son de un nivel aun mayor. Ver Bodas de sangre con Margarita Xirgu era ver una tragedia. En cambio, hecha por otra actriz, aunque fuera buena, la obra es un drama rural que trata sobre una madre que pierde a su hijo. En cambio, Margarita Xirgu era la madre universal.
–¿Qué clase de actores le interesan más?
–A mí me gustan los actores que no son naturales, como la Xirgu o María Casares, Ana Magnani o Greta Garbo, que gustan mucho o nada de nada. En cambio, los actores naturales les gustan a todos. Para natural, yo la tengo a mi vecina (risas). Ahora, el actor no tiene que hacerse el raro o el misterioso, tiene que ser como es él...
–¿Qué clase de actor quería ser en sus comienzos?
–Yo no sabía. Yo estudié a los ponchazos, como pude, en la Escuela Nacional de Arte Dramático. No entendía nada de lo que me decían: era muy chico, tenía 14 años y entré antes de tiempo porque era lindo y pensaban que me iba a ir bien en cine.
–¿Cuándo comenzó a interesarse en el teatro?
–Yo jugaba al teatro antes de conocerlo, antes de haber ido. Esto era en la casa de mis abuelos, en Ciudadela, a una cuadra de Liniers (así que yo soy provinciano por esa sola cuadra). A la hora de la siesta me disfrazaba –me gustaba cuando había alguna cortina que hubiera para lavar– y preparaba una especie de ceremonia. Y si había alguna abeja muerta –y esto sería un festín para un psicoanalista– la ponía sobre una cajita y hacía un rito. Todo esto, cuando pensaba que estaba solo. Porque me sacaba todo de encima si me parecía que alguien se acercaba. No me gustaba que me mirasen. No como ahora, que me muero si nadie viene a verme... (risas).