ESPECTáCULOS
La música sigue sonando a cien años del nacimiento de Richard Rodgers
De familia rusa y judía, como Gershwin e Irving Berlin, el autor de “My Romance” definió las reglas del arte de Broadway.
Por Diego Fischerman
Canciones como “Isn’t It Romantic?” –la bellísima melodía que abre el baile en la versión de 1954 de Sabrina, de Billy Wilder–, “My Funny Valentine”, “Blue Moon”, “Bewitched”, “My Romance” o las comedias Oklahoma, South Pacific y The Sound of Music –conocida en los cines argentinos como La Novicia Rebelde– alcanzarían para colocar a Richard Rodgers entre los compositores norteamericanos más importantes del siglo XX. O, por lo menos, como parte privilegiada del trío que definió para siempre las reglas de la canción de Broadway. Junto a George Gershwin y el letrista Irving Berlin, Rodgers, de cuyo nacimiento se cumplen hoy 100 años, definió esa rama del arte aplicado al entretenimiento que, además de conformar uno de los cuerpos estéticos más originales de América del Norte, dio pie a las reinterpretaciones que configuraron la columna vertebral del jazz posterior a 1930. Y, como Gershwin –cuyo padre llegó a Estados Unidos con el apellido Gershowitz– y Berlin –que había nacido en Rusia con el nombre de Isidore Baline–, Rodgers, un neoyorquino típico, provenía de una familia rusa y judía.
El Dr. William Rogazinsky gustaba cantar arias de operetas y de comedias musicales acompañado al piano por su mujer, Mamie Levy. Su segundo hijo creció escuchando estas canciones pero, según él mismo reconocía, el momento decisivo fue cuando, a los cinco años, lo llevaron a ver La Viuda Alegre al Teatro New Amsterdam. Las partituras estaban en la casa junto al piano y al poco tiempo el joven Richard Rodgers anunció: “Seré un compositor de teatro”. A pesar de mostrar un talento temprano para el piano, se resistía a las lecciones y prefería tocar de oído. En 1917, a los 15 años, registró por primera vez una canción suya, “Auto Show Girl”, y completó la música y parte de la letra de su primera comedia amateur, One Minute, Please. A los 16 años conoció a Lorenz Hart, quien compartía con él la admiración por Jerome Kern y estaba buscando un compositor para que trabajara con sus letras. “Dejé la casa de Hart con la convicción de que en una tarde había encontrado, al mismo tiempo, una carrera, un socio y una causa de irritación permanente”, escribió Rodgers en su autobiografía. Hart, en todo caso, fue ni más ni menos que su colaborador exclusivo por los siguientes 24 años, en 26 shows de Broadway y nueve films. Y fue el primero de los dos nombres que, inevitablemente, se asocian con el de Richard Rodgers. El otro fue el de Oscar Hammerstein II, con quien trabajó entre 1943 (a causa de la incapacidad que el alcoholismo provocaba en Hart) y 1960, cuando el letrista murió de cáncer. Del período con Hammerstein son los grandes musicales (Oklahoma, The King and I, Carousel, The Sound of Music), a los que hay que sumar una obra maestra compuesta junto a Steven Sondheim, Do I Hear a Waltz? (1965).
La historia de Rodgers, además de ser la de un compositor de un talento melódico notable y un artesano de increíble eficacia a la hora de elegir los acordes (y “con un aura sagrada”, como lo definió Cole Porter), puede ser leída como el correlato perfecto de un momento en que la industria del espectáculo, en Estados Unidos, conquistó una dimensión y un poder nunca antes imaginados. Su carrera había comenzado de manera tibia, cuando aún era un adolescente, con su canción “Any Old Place” intercalada en el musical A Lonely Romeo (1919) y algunas de sus creaciones incluidas en Poor Little Ritz Girl (1920). El debut profesional fue cuatro años después con un título curiosamente explicativo, The Melody Man. El final tuvo como marco el éxito de la adaptación cinematográfica de The Sound of Music (1965, dirigida por Robert Wise y con Julie Andrews como protagonista), después de 2365 representaciones en Londres, y la fenomenal reposición de Oklahoma que comenzó en Broadway tres semanas antes de su muerte, el 30 de diciembre de 1979.
El recorrido fue el de un músico que acompañó el proceso de desarrollo de los medios de comunicación y cuya obra ganó popularidad no sólo en los teatros sino en la infinidad de versiones de cantantes e instrumentistas que alimentaron la industria del disco. Y es que sin el disco (y su aliada, la radio) tampoco hubieran sido posibles esas nuevas maneras de hacer jazz, destinadas más a la escucha que al baile, que hicieron a Rodgers uno de sus autores preferidos. Como en el caso de la mayoría de los compositores incorporados por el jazz, su destino ha sido algo injusto. Y es que su nombre suele desaparecer al lado de quienes construyeron piezas únicas a partir de sus canciones. Se habla, más que de Richard Rodgers, de “My Funny Valentine” por Chet Baker, Gerry Mulligan, Miles Davis o Sarah Vaughan, de “Bewitched” por Ella Fitzgerald, June Christy o Frank Sinatra, de “Blue Moon” por Billie Holiday, de Coleman Hawkins y Ben Webster en “It Never Entered My Mind” o de John Coltrane en “My Favorite Things”. Esas son, sin embargo, apenas algunas de las maravillas que, aun reduciéndolo al virtual anonimato, mantendrán vivo a Richard Rodgers.