ESPECTáCULOS
Peña, el niño muerto que se ríe de la enfermedad
El espectáculo del actor de choque es un desfile de personajes, y también una ácida reflexión sobre la muerte y otras sorpresas.
Por Eduardo Fabregat
“Yo no quiero ser el niño muerto... pero sólo soy el niño muerto.” Fernando Peña canta su melopea y el efecto es contagioso. La tonada es infantil y la temática siniestra, y ahí puede ubicarse una de las bases del espectáculo con el que Peña revienta cada fin de semana la sala Pablo Neruda del Paseo La Plaza: la muerte, sí, pero en un terreno lúdico en el que el humor negro es sólo uno de los condimentos. Utilizando nada menos que su propia y reciente experiencia hospitalaria, Peña expone –y se expone– sobre el escenario un tema delicado, en el que hay lugar para su estilo frontal y por momentos virulento, pero también para cierta poesía y reflexión.
En ese sentido, ¿cómo reflexionar sobre la posible proximidad de la propia muerte, sin caer en la autoconmiseración o el chiste fácil, obviamente negro? Aun con sus falencias –la búsqueda a veces obsesiva del efecto de choque en la palabra o el gesto, la tendencia a alargar algunas escenas más de lo aconsejable–, el actor consigue aquí el raro efecto de ser el Peña que sus fans esperan, y a la vez un Peña frágil que se autoexamina en la soledad de una habitación de hospital. Será un momento sin máscaras antes que comience el desfile de sus personajes más conocidos, pero en esa situación el actor se deja atravesar por una ambivalencia que va de lo disfrutado en una vida de excesos al replanteo de las consecuencias. O, como él mismo verbaliza, lo que va del “coger con forro no es coger” al temor de enfrentar a una enfermera, las curas y la quimioterapia.
No debe entenderse por esto que Peña haya decidido hacer su propia y aséptica disección, y olvidar a las criaturas feroces que lo caracterizan. Para gusto del público, esa escena en la habitación de hospital es la excusa perfecta para que el actor le dé ingreso a La Mega, Palito o Dick Alfredo, y cada “aparición” desata ovaciones que confirman que hay un código compartido que va más allá de la densidad del relato.
El relato, en sí, abre y cierra como la misma vida: Peña asoma de una vagina y termina en un cajón, y en ambos extremos se ve la impronta de un actor dedicado a voltear las convenciones de la sociedad más rancia. Así, aún unido a su invisible madre por el cordón umbilical, el niño deberá soportar el acoso antipecado de una monja/partera (“Sor de la Sagrada Orden de la Concha de su Madre”). Y, a la hora del funeral, su cajón no estará instalado en la escenografía habitual en estos casos sino en... una verdulería. Una apropiada metáfora incluso para las apariciones televisivas del actor en la tele de la tarde, donde puede estar refiriéndose a su entredicho con el Comfer por las apreciaciones sobre la vida sexual del presidente Duhalde, pero también a algún “enfrentamiento” típico de programas chimenteros.
Afortunadamente no es ése el tono, aunque un video final haga aparecer a Jorge Rial con un supuestamente escandaloso video post-mortem de Peña. En El niño muerto, el calvo actor dialoga consigo, con sus personajes y con “la enfermera matemática” y “la enfermera Sofovich”, le da vueltas al asunto y termina presentándose en alma, que es casi como decir en bolas,buscando eliminar hasta la última máscara y hablando crudamente de la muerte y otras sorpresas. Quizá lo mejor sea que, aun tratándose de un artista habituado al exceso escénico, nada en el espectáculo permite apuntar intenciones de color amarillo u oportunistas. Al cabo, Peña hace reír. Y eso suele ser un buen antídoto para más de una enfermedad.