Por Carlos Hugo Sánchez *
Yo podría ocultarlo, seguir escuchando tus palabras de agradecimiento como si las mereciera, como si detrás o debajo de esas cosas que hago y que a vos te gustan tanto, hubiera algún esfuerzo, una renuncia a mi naturaleza, un desprendimiento generoso. Pero no sería ético (sabés que supedito mi vida a esa única palabra). Y por eso te lo confieso.
Cuando sostengo tu carita entre mis manos, cuando acaricio el lóbulo ínfimo de tus orejas y cuando, después, los dedos se internan apenas en la pelusa de tu nuca; cuando aprovecho que tu cabeza se ha inclinado para besar suavemente una esquina de tu boca todavía cerrada; cuando demoro la punta de mi lengua en la censura hospitalaria de tus labios, como explorando si sos un fruto comestible; cuando escucho tus sonidos sin vocales, parecidos a una “m” interminable, porque mis manos recorren ahora tu cintura, por debajo de esa remera con florcitas que a vos no te gusta;cuando sucede todo eso que tu amor agiganta y me recordás, por dulce y milésima vez, ese sueño tuyo de encontrar un hombre que hiciera el amor así, como te lo hago yo, en una suspensión femenina del tiempo; cuando ocurre todo eso, te decía, te confieso, estoy ejerciendo un egoísmo feroz, porque, en realidad, no acaricio tu carita, sino que acaricio mis dedos con tu piel; no beso tu boca, sino que busco mi placer en tu placer, no recorro tu cintura por filantropía, sino porque imagino que son mis manos las que te moldean.
Ya lo sabés, mi amor. El hombre que te hace feliz no entiende mucho de entregas. Sólo disfruta de la feliz coincidencia de que tu placer coincida morfológicamente con su propio hedonismo.
* Lector.
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