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Fulgor porteño
En pleno microcentro, en el borde del antiguo Paseo de Julio, está “Tuñón”, un restaurante/teatro que evoca con cada uno de sus colores, sus sabores y sus sonidos, el Buenos Aires nostálgico y cosmopolita al que le cantó magistralmente el poeta.
Por Sandra Russo
A pesar de la sala sucia y
/oscura
de gentes y de lámparas
/luminosas,
si quiere ver la vida color
/de rosa
eche veinte centavos en la
/ranura.
Y no ponga los ojos en
/esa hermosa
que frunce de promesas la
/boca impura.
eche veinte centavos en la
/ranura
si quiere ver la vida color
/de rosa.
El dolor mata, amigo, la vida
/es dura,
y ya que usted no tiene ni hogar /ni esposa,
si quiere ver la vida color
/de rosa
eche veinte centavos en
/la ranura.
Así empezaba Raúl González Tuñón, en una primera y monumental estrofa de su poema “Eche veinte centavos en la ranura” (de El violín del diablo, 1926), a describir las imágenes del viejo Paseo de Julio, un mosaico porteño que se extendía en aquella época por Paseo Colón, de Córdoba a Plaza de Mayo. Era un mosaico particular, de esos que le interesaban al poeta. Una zona plagada de titiriteros, kermesses, marineros, puticlubes, escritores no consagrados, personajes de circo (enanos, mujeres barbudas, funámbulos), es decir: solitarios. Gente, como dice el poema, sin un hogar al que volver. Gente obligada a hacer tiempo en la calle para distraerse de la soledad. Gente proclive y bien dispuesta para las ilusiones.
En homenaje a Raúl González Tuñón y especialmente al mundo al que le cantó Tuñón –un mundo de perdedores, de hombres y mujeres a escala humana, de imperfecciones a la vista y de nostalgias infinitas atravesándoles el pecho– es que desde hace dos meses existe el bar/teatro Tuñón, enclavado por esas cosas de la vida en Maipú al 800, casi Córdoba, al borde del viejo Paseo de Julio.
Sus dueños, Narciso Romani y Carlos “Gandhi” González, se conocen desde niños, y entre sus pasadas aventuras figuran algunas temporadas vendiendo bijouterie en Ibiza. Tenían esta idea desde hace mucho: montar un restaurante con un espacio destinado a espectáculos, pero no cualquiera ni de cualquier manera. Tuñón los guió: ambos eran fervientes lectores del poeta y al ponerse de acuerdo en llamar así al lugar, lo demás vino solo, aunque por cierto les dio mucho más trabajo que si hubieran decidido crear un restaurante fashion.
Buscaron, dicen, ese poder evocativo que a su manera despiertan los poemas: módicamente, buscaron que cada detalle del lugar recreara las imágenes, el tiempo y el clima en los que se inspiró Tuñón y que ahora inspira su nombre. Eso incluyó recorridas por barrios porteños en los que todavía palpitan antiguos bares. Mataderos, La Boca, Barracas. “Ibamos a tratar de detectar qué era exactamente lo que les daba el clima”, dice Gandhi. Porque suele pasar: uno absorbe de los lugares cierta profundidad anímica, cierto espíritu, cierto vago lenguaje, pero nunca se detiene a observar qué se los da. Y de esas recorridas salió el nítido verde de las paredes del Tuñón: un verde estilizado pero reconocible, que envía directamente a los verdes de aquellos bares o de los hoteles de provincia. Lo mismo pasó con las boisseries pintadas en marrón y separadas de las paredes verdes por molduras de zócalo blancas. “En los bares finos, las boisseries eran de madera. En los bares populares, se las pintaba de marrón para que simularan ser de madera”, dice Gandhi. Y eso es Tuñón: una estilización de aquellos bares populares. De eso mismo habla el mueble de fondo de la barra, replicado en base a viejas fotos. O las estanterías y las repisas que exhibirán el vino de la casa, o la heladera de madera, o las cartas: cada una de ellas reproduce el original de un libro de González Tuñón. Las hay de La calle del agujero en la media, de La rosa blindada y de Dan tres vueltas y luego se van. La familia de González Tuñón, muy de acuerdo con el proyecto, aportó las fotografías del álbum familiar que se pueden ver en las paredes. Una vitrina-librería exhibe libros y CDs para la venta. Los pingüinos de vino que esperan en un estante y ya han empezado a ser pintados como obras únicas de artistas como Luis Felipe Noé irán siendo pintados por otros artistas amigos de la casa, y en breve recorrerán las mesas, aunque los dueños aclaran que entonces un cartelito a la salida alertará sobre un inverosímil “detector de pingüinos”.
En el subsuelo, una sala para cien personas ha convocado hasta ahora espectáculos de teatro-concert por los que siguen desfilando gente como Fernando Noy, Jana Purita y Carlos Durañona, María Urdapilleta, María Ibarreta, Marcela Ferradás. Presentaciones de libros, de discos, charlas, mesas fijas (de escritores, de libreros, de pintores), un mural pintado in situ en homenaje a Tuñón por Adolfo Nigro van cumpliendo la promesa de la idea original de González y Romani: un restaurante y un teatro, pero no cualquier restaurante ni cualquier teatro. Un lugar que emana un código preciso, y será por eso que, pese a lo previsible, el inmenso tono porteño de Tuñón hasta ahora no ha funcionado con turistas sino con porteños ávidos de un ambiente post sushi, con artistas de diferentes disciplinas que quieren volver a jugar de locales en una ciudad que fue expropiada de sus propios colores, de sus materiales y de sus sabores.
La comida en Tuñón también intenta recuperar aquello. Una carta basada en carnes, pescados y pastas que no reniegue del refinamiento pero que se detenga en el borde de lo auténtico. Evocar es el verbo que mejor se conjuga en el Tuñón. Como esta otra estrofa del poeta, de 1971, que resume el espíritu de esos lugares a los que no hay por qué renunciar:
En cada puerto –en cada
/pasión– hay un boliche
custodiando el espectro de
/poemas no escritos
o que un día olvidamos en
/las fondas lejanas.
Buenos Aires contiene la vaga /antología
de las perdidas voces que
/escaparon al verso.
Y el ángel del boliche, poeta /desvelado,
inventa el barrio, el buzón,
/los gorriones, la lluvia.
Guarda la llave del recuerdo.