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Mostrar la enagua

Durante siglos, la enagua fue la prenda de ropa interior femenina que garantizaba respetabilidad. Como todas las herramientas de control de la sexualidad, las enaguas, ya convertidas en “combinaciones”, siguieron su camino hasta convertirse en fetiches.

 Por Sandra Russo

En pleno verano, cuando las desnudeces invaden las portadas y las pantallas, cuando los cuerpos –tanto los de las jovencitas esplendorosas como los de las vedettes ya un poco ajadas– no se guardan casi ningún secreto, acaso sea oportuno revisar la historia del vestuario femenino y advertir con qué sigilo, con qué rituales, con qué ardides antes se acostumbraba a ir aflojando los moños de un corset o a dejar ver, entre los pliegues de la falda, una rodilla. A aquel viejo universo de siluetas convertidas en fetiches pertenecen las enaguas, que en cualquiera de sus versiones aseguraban que todavía faltaba mucho por ver. Su erotismo reside en la promesa.
A principios del siglo XIX, los corsets se prolongaron en una primera generación de enaguas: la parte superior modelaba el pecho, la inferior envolvía las piernas más allá de las rodillas. La ropa interior era entonces muy trabajada. El material por excelencia era el algodón, pero a él se aplicaban encajes y lazos, varillas y ganchos. Las enaguas llegaron como “ropa de señora”: también bajo el vestido las señoras se cubrían. El siglo repelía las connotaciones sexuales, la moral victoriana encorsetaba cuerpos y mentes, pero esos iconos de control, de sujeción y de pudor estaban destinados a seguir el camino inverso. Como una burla del inconsciente colectivo, las herramientas con las que la moral victoriana intentó borrar la sexualidad, se volvieron ellas mismas fuertemente sexuales.
Ya en el siglo XX, la enagua era irresistible. Así lo demostraron las seis bailarinas de una llamada “Tropa flotadora” que en 1904 enloquecieron a Europa bailando frou-frou y levantando sus faldas armadas para dejar al descubierto sus enaguas ante un público de millonarios excitados. El blanco era para el día, el negro para la noche. El algodón para las señoras, y la seda y el satén para las amantes. A medida que el siglo corría, las faldas largas de las mujeres, tapizadas del lado de adentro con enaguas, eran el instrumento ideal para volver torpe a cualquiera, especialmente a alguien que ya no podía quedarse todo el día en casa sin hacer nada sino que trabajaba como oficinista, secretaria, obrera o maestra. Los largos de los vestidos fueron dando cabida cada vez más a los dobladillos: cerca de 1920, la Vogue norteamericana editorializó que estaba de moda oficialmente mostrar el acabado de una enagua de encaje lujoso debajo del dobladillo de una falda.
Cuando empezaron a hacer furor las polleras de lana plisada que usaba, por ejemplo, Audrey Hepburn, la industria de la lencería, cada vez más desarrollada y sofisticada, debió poner manos a la obra para estar a la altura, no de las circunstancias, sino de las rodillas. Surgió la enagua “princesa”, cuyo boom perduró varias décadas y es también recordada como la famosa “combinación” que nunca supimos qué combinaba: bien, combinaba sostén con boustier con enagua faldera con bragas.
Apenas el mundo sacó la cabeza de la Gran Depresión, una manera de expresar lo contentos que estaban todos, hombres y mujeres, fue la enorme proliferación de prendas de ropa interior femenina, realizadas enmateriales que la industria estaba descubriendo. Alpacas, cachemiras, satenes, crinolinas, en poco tiempo todas querían ser Brigitte Bardot en sus fotos más pícaras, con la enagua pegada al cuerpo y las curvas en evidencia. La marca Pierre Balmain fue pionera en enaguas: diseñó colecciones completas con una amplia gama de variantes, que marcas menos reputadas pero más accesibles copiaron y distribuyeron entre las mujeres de la clase media trabajadora. Algunos modelos de los sesenta continuaban fajando los vientres femeninos, aunque se prefería usar la palabra “modelador”. En versión sexy, la enagua se volvió “camisolín”, con encajes o transparencias que ya en épocas de la Madonna de los ‘80 dejó de ser prenda interior y pasó a ser no digamos ropa de calle, pero sí vestuario nocturno, vestidito mínimo y apto para dejarse ver por todo el mundo.
Y así fue como, en un abrir y cerrar de siglo, el gesto prometedor de “mostrar la enagua” quedó desterrado, inutilizado, inhabilitado, out. Los tabúes ya no son lo que eran, de modo que los cuerpos se exhiben sin restricciones, lo cual está muy bien. Salvo, claro, por ese no sé qué que se experimentaba al ser, de un lado, la dueña de un secreto que sólo al elegido –al elegido esa vez– le sería develado, o a ser, del otro, quien obtuviera el favor de la señora que lentamente, casi sin darse cuenta, cruzaba las piernas y dejaba al descubierto apenas dos centímetros de aquella enagua.

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