PLACER › TENDENCIAS
El deleite de acampar
No es para todos ni todos lo disfrutan, pero quienes pueden permitirse el placer del camping tienen otro contacto con la noche, las estrellas, los médanos y el mar.
Por Marta Dillon
No es que el médano sea demasiado alto, es que no hay nada más en derredor que pueda detener el vuelo rasante de la mirada desde la cima de la montaña de arena. De un lado, el océano Atlántico, siempre distinto, ancho como el cielo, a veces marrón como un continuo del tapiz de la arena, a veces verde, azul profundo al atardecer. Del otro, la ondulación de la marea verde de la cresta de las acacias que cubren los médanos hasta donde se pierde la vista. Es curioso, todo lo que se ve desde esta cumbre se podría nombrar como naturaleza, salvo las astas de un molino de viento o las tejas de una casa encastrada entre las copas de los árboles y arbustos; y sin embargo nada habría aquí sin la mano de un hombre que en los años 30 echó semillas sobre los médanos para fijarlos. Para domarlos como a potros inquietos y volverlos dóciles, predecibles. Hasta esos juncos bajos coronados en pompones, las colitas de gato según el nombre popular de esa planta que no puede ser más que un yuyo por la forma en que se esparce y tapiza estos terrenos ha sido plantada alguna vez, formó parte de un diseño que se rebeló cien veces a su autor. Desde este mismo médano es posible ver lo que quedó del sueño primero de ese hombre, Carlos Idaho Gesell, un alemán obstinado y obsesivo que quiso convertir una comarca de arena en terreno fértil para abastecer de materia prima a su negocio de artículos para bebés, la mítica Casa Gesell. Los pinos que él plantó nunca sirvieron a sus fines, antes de que terminaran de crecer lo habían expulsado del negocio familiar por esa terquedad que lo hizo volver una y otra vez a ese desierto de sal y arena para probar que sí, que era posible plantar árboles donde no había nada. Siete décadas pasaron desde los primeros intentos, cuando los brotes se cortaban por el latigazo del viento y de los minúsculos y destructivos granos de arena. Ahora el paraíso de madera que había soñado Gesell es ese perfil de edificios que se recorta hacia el norte de este médano, un mirador tan alto como se necesita para dominar 180 grados de horizonte.
Hacia allá, en lo que se convirtió la decisión de un hombre; bajo los pies, lo que quedó de aquello para sus nietas: unas cuantas hectáreas de monte de pinos y acacias tan lejos de Villa Gesell como de Mar de las Pampas, el balneario siguiente. Una reserva de paisaje que conserva la esencia de ese lugar con el que Carlos Gesell soñó alguna vez. Y eso es lo que más disfruta Claudia, una de las nietas y administradora de Mar Dorado, uno de los dos campings que se abrieron en ese lugar –el otro, Monte Bubi, lo administra su hermana Rosmarie–. Que por las huellas de arena que surcan el monte se pueda caminar con los pies desnudos sin temor, tal como lo hacía en su infancia. Que en las noches de luna nueva las estrellas se derramen sobre las carpas como si alguien hubiera desatado una gigantesca bolsa de canicas brillantes. Claudia hace bailar su pollera entre los hogares a la intemperie que montan los que acampan, distribuyendo amorosamente el comedor, la cocina y los dormitorios, y goza distinguiendo entre los arbustos las especies que impuso su abuelo. Ellamisma sigue su ejemplo, dando a la tierra (a la arena) semillas y plantines cada año. Así el verde se recrea, dice ella, hay que mantenerlo vivo. Lo saben los inquilinos circunstanciales, los que disfrutan del camping y se ofrecen a regar ellos las especies como un servicio agradecido hacia este lugar que no es más que bosque, arena y mar. Y es suficiente.
Hay unas cuantas casitas también en este camping, igual que en el de al lado, un par de construcciones que alivian a los que juran y perjuran que nunca se irían de vacaciones en carpa. Son pocas y está bien así, dice Claudia. Ella sabe que los que acampan saben disfrutar de esas cosas mínimas que tiene el cielo abierto para ofrecer y le gusta estar con sus pares. Mar Dorado es para ellos, Claudia está preparada para atender a esos que se quitan los zapatos cuando llegan y no se los vuelven a poner. Para ellos hay clases de yoga al atardecer, funciones de teatro experimental, escondites secretos entre las acacias, leña bien cortada para sus fogones y todo tipo de artefactos y utensilios que ella presta —y no alquila como en la mayoría de los campings– para hacerles la vida más fácil a los audaces. Es verdad que se molesta un poco con los que acampan sólo porque quieren ahorrarse el precio de un departamento y salen cada noche en busca de diversiones convencionales como jueguitos o discotecas. Hay que perdonarla, de hecho parece increíble que alguien quiera salir de allí cuando el sol y la luna dan funciones programadas en su ciclo inexorable y es tan fácil sentir allí el poder de lo que permanece.
Desde la altura del mirador, desde ese médano de altura regular sin nada alrededor, es fácil sentirse reina y leona, hundiendo las plantas en la arena tibia al atardecer, viendo cómo el sol hace laberintos violetas sobre el verde ondular de las acacias. Ahí mismo, desde donde se pueden ver encenderse unos cuantos faroles que nunca llegan a encandilar a la noche, el tiempo podría dejar de correr. Pero se siente su latido, sobre todo si se espera el cafecito caliente y a la turca que Vesna, la encargada del bar del camping, alcanza hasta las alturas y lo sirve sobre un carretel de cable convertido en mesa. Entonces la ansiedad por probar sus dulces croatas le pone un compás a los minutos, a lo mejor obliga a buscar en la pendiente del médano si ya viene, si ya está lista la bandeja. Vesna lo sabe, sabe que fabrica tentaciones y lo anuncia. Hoy hice torta de naranja, dice como si fuera una travesura y es difícil negarse a probar la artesanía. Parece un complot el que se ha tramado en este lugar, como si los trabajaran allí hubieran hecho un acuerdo para detectar a los que gozan de las cosas sencillas y atraparlos con sus cuidados. Es casi una infidencia estar hablando de este lugar que quiere mantenerse lo más parecido posible al sueño de su inspirador. No hay que preocuparse por ahora, el peligro está lejos. Tanto como el perfil de edificios que se atisba desde el médano.