Son esos gustos minúsculos, imperceptibles, un poco berretas quizá para los pretenciosos, pero no por eso menos importantes. No se necesita demasiado para disfrutar de ellos: apenas las ganas de saborearlos y aprovecharlos cuando destellan en la oscuridad de lo cotidiano.
Pueden darse de mañana, por ejemplo, en el frío de una esquina de Palermo esperando el colectivo. La gloria será ver aparecer, como por arte de magia, un interno de la línea 39 no bien uno llega a la parada. Y para felicidad de las endorfinas golosas, viene... vacío: un mundo de 20 asientos a nuestra disposición, para poder apoltronarse justo en ese que está al lado de la ventanilla y bien al fondo, para que nadie moleste y uno pueda mirar el otoño de Buenos Aires, camino a Constitución.
Una tarde de sábado lluviosa, con la única condición del teléfono desconectado y el cable que nos ofrece, por enésima vez y sin previo aviso, Cuando Harry conoció a Sally, para llorar, borracha de romanticismo. Eso sí, la frutilla en la torta será apenas tener a mano el mate, los pañuelos de papel y las facturas con crema pastelera, justo en el momento en que una vez más Harry y Sally se besen en la fiesta de Fin de Año. Y volvamos a mocionarnos como en el estreno.
Otra será llegar a la noche, muerta de cansancio y descubrir que en la heladera quedó, detrás del pedazo de queso y el pote de mayonesa, una supremita de pollo, excelente para tirar junto a un chorrito de crema y una cebollas de verdeo en una sartén gozosa. Y si además quedó un culito de buen vino tinto, se podrá disfrutar desde el principio viéndolo trepidar por el cristal de la copa, haciendo olas borgoñas y desparramando una fragancia que tiene algo de roble y frambuesas, aunque la etiqueta en la botella diga otra cosa. ¡Que no me digan!
Encontrar un billete de 50 pesos en el bolsillo del tapado del invierno pasado; descubrir que un comercio se olvidó de pasar nuestro gasto en tarjeta; ir al banco y ver que el saldo no es 4 pesos sino 30, número redondo y justo el día 30 de mes, cuando hasta una chirola es oro; levantarse de noche a hacer pis, mirar el reloj y descubrir ¡¡albricias!! que nos quedan 3 horitas para seguir durmiendo; el olor a tostadas a la mañana o el perfume que queda en la casa después de bañarse.
O levantar los mensajes y descubrir su voz, esa voz, la única que nos provoca eso, diciéndonos con su sonido particular esa frase que nos ayudará a dormir con una sonrisa vertical: “Hola, flaca, qué lástima que no estás. Bueno, nada, sólo tenía ganas de charlar un ratito con vos”.
Y guardarlo para escucharlo cuando tengamos antojo de comernos un terroncito de azúcar a mitad de la tarde. Sin temor a engordar.
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