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Cita a ciegas

Sólo los auténticos sibaritas son capaces de descubrir el placer en la adversidad, el desafío en la restricción, el disfrute de crear herramientas cuando hasta las más conocidas fallan. Para valientes, entonces, quedará el secreto goce que traen los cortes de luz a los que –¡ja! eso creen– pretenden condenarnos las empresas privatizadas.

 Por Leonardo Moledo

Es posible que las empresas privatizadas nos sometan a una interesante dieta eléctrica durante el verano con el razonable argumento de que, tras sacrificarse denodadamente por el país, no reciben el reconocimiento popular, ni el económico. Naturalmente, esto último no les preocupa tanto como el hecho de que la gente no las quiera, cosa que no comprenden del todo y las desespera.
Y así, para ganarse el favor popular, planean cortes de luz, a sabiendas de que no sólo fueron durante años un interesante deporte nacional, sino que constituyen un placer del que no vale la pena privarnos, y que se debería practicar con más asiduidad aún. Piensan regalarnos, ofrendarnos, obsequiarnos, las delicias de la oscuridad.
Que, como todos sabemos, tiene ventajas obvias y primarias, las que llevan a algunos apóstoles de la destrucción a destrozar los faroles de los parques; son las ventajas biológicas, las ventajas que nos devuelven al crispado torrente de la evolución, las que garantizan, en buena medida, la preservación de la especie contra cualquier peligro de extinción producido por los excesos del capitalismo.
Pero además, en un mundo agobiado por la rutina y la política, nada más refrescante que comprobar que, de pronto, nos hemos quedado sin electricidad y que hay que solucionar miles de problemas elementales que la tecnología moderna nos presenta resueltos en bandeja, atrofiando así las posibilidades de nuestra imaginación. Volvemos a la naturaleza, a la primitiva sensación de valernos por nuestros propios medios, al gusto ancestral por la aventura, chocamos con camas y sillones, que de pronto se han transformado en obstáculos desconocidos. ¿De qué se trata? ¿Qué es? Tocamos, palpamos, conjeturamos; de pronto, nosotros, pobres mortales, que no somos ni pájaros ni dioses, tenemos la intransferible sensación del descubrimiento: era la lámpara, era el inodoro, era el piano. Nuestra casa adquirió la consistencia del espacio negro, donde flotamos, victoriosos y pobres astronautas, ante la inmensidad del significado.
¡Oh placer umbrío, innecesario! Cuando en un tórrido día de verano, con cuarenta grados de temperatura, se detienen de pronto los acondicionadores de aire y los ventiladores, nos abanicamos con un diario, desenterramos los abanicos, redescubrimos las pantallas, como nuestros antepasados de la Prehistoria. En la heladera inmóvil como un monstruo inútil, se pudre la comida, se descompone el pollo, los fermentos transforman lenta pero pacientemente las frutas en alcohol, la carne se vuelve una mezcla putresciente e inmunda que chorrea como un líquido nauseabundo y tropical; debemos salir de caza, armar el grupo, la tribu, entrenar a la jauría, preguntarnos cómo haremos para que aquel mamut entrevisto la semana pasada caiga en el desfiladero. Las velas que se encienden al atardecer, la lectura en ese círculo vacilante, nos vuelve fatigosos monjes, inclinados, penosamente absortos frente al pupitre donde se despliega el enorme códice encadenado a la pared, repitiendo vivencias medievales en sombríos conventos iluminados por las hogueras de la Inquisición. El departamento se vuelve mazmorra, calabozo subterráneo que da al túnel negro del palier, donde se pasean turbios carceleros, regalándonos las delicias de la inmovilidad. ¡Oh cúmulo de sensaciones extrañas, inalcanzables de otro modo! ¡Oh placer!
Y el barrio en tinieblas nos retrotrae al bosque de nuestra negra infancia, poblado de lobos y terrores, fantasmas y casitas de caramelo en las que amables brujas amenazan con devorarnos hasta que milagrosamente llega a tiempo un inspector de la AFIP y nos libera, porque ya se sabe que sólo las brujas jamás pagan sus impuestos. Y las calles son tierra de nadie, territorio desconocido y peligroso que nosotros, ávidos exploradores, de la mano experta de nuestros hijos recorremos enfrentándonos con cualquier pirata, hada u ogro que nos salga al paso, o con cualquiera que quiera asaltarnos, asesinarnos, descuartizarnos de una vez por todas. El peligro, en vez acechar en cada esquina, acecha a cada paso que damos tanteando. ¿Cómo no disfrutar?
¡Oh placer! Cuando desaparece la luz, la vida cambia. Ya no se puede leer diarios ni revistas, ni utilizar los aparatos domésticos para las tareas diarias, ni abandonarse al vacío absoluto del televisor, ni llenar el silencio con la intrascendencia de un programa radial. Cuando la luz se corta, tenemos que producir nuestra propia música, enfrentarnos los unos con los otros, conversar, contar cuentos junto a un fogón de leña, dejar que la imaginación vuelva a las épocas de las hadas y gigantes, o quedarnos en un café conversando con los amigos hasta que vuelvan a funcionar los ascensores. ¿Cómo no disfrutar?
¡Oh placer! La oscuridad es políticamente correcta: nos impide movernos libremente, como los discapacitados motrices, nos impide ver, como los ciegos, y si nos tapamos los oídos, nos impide oír, como los sordos. La oscuridad es justa, iguala a todos, nos vuelve inhábiles, torpes, vulnerables, nos permite sentir sobre nosotros todo el peso de nuestra fragilidad, todos los aspectos de nuestra contingencia.
¡Oh placer! La oscuridad es ecológica, es sincera, es metafórica. ¿No somos acaso poco más que sombras que atraviesan un breve tramo de luz antes de sumergirnos para siempre en la oscuridad? El corte de luz es un viaje hacia la verdad, es un descenso a los abismos del No Ser, es una preparación, un ensayo para la muerte. ¿Cómo no disfrutarlo?
¡Oh placer! Cada vez que se corta la luz, nos reencontramos, volvemos, de alguna manera, a ser nosotros mismos. Emergemos del abismo de la electricidad, seres mortales, inútiles, incapaces, efímeros, plenos de creatividad, ingenio, fantasía, angustia y ansias de comunicación. ¿Por qué hemos de renunciar a ese placer?
¡Oh placer! Debemos mirar con esperanzas el futuro. El gobierno parece mantenerse firme con el tema de las tarifas, las empresas de electricidad quieren el amor de la población. La oscuridad ¡oh placer! avanza sobre nuestro país todavía en sombras.

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