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Carnavalito para bailar, apretar y mojar
Ave Fénix que renace luego de cíclicas prohibiciones del gobierno y el clero, siempre temerosos de la lujuria desatada, el Carnaval fue sobre todo un espacio de juegos de adultos antes de la severa Cuaresma.
Corría 1770 cuando los criollos mantenían su costumbre de alquilar casas en los suburbios para entregarse a la jarana parrandera que desataba la inminencia de la circunspecta Cuaresma religiosa. En las calles, la manía de los esclavos por abandonarse a la compulsión de los sonidos rítmicos llevaba de cabeza al gobernador Juan José de Vértiz y Salcedo. (Pequeña digresión: vean, nomás, cómo la letanía de asustarse cuando dos o tres se reúnen no acaba de inventarse.) Al señor virrey le llevó por lo menos un año más caer en la cuenta de las posibilidades de su poder y lo usó como mejor se le ocurrió: firmó la prohibición de “los bailes que al toque de tambor acostumbran los negros”. Por lo menos no dijo nada de la costumbre de probar puntería con huevos de avestruz llenos de agua –ni de su variante aún más escatológica: vejigas de animales infladas que podían llegar a pesar hasta 4 kilos–, que hacía las delicias de algunos enmascarados al galope. La ciudad iba a tener que esperar un poquito más, hasta 1775, para que alguien velara por la pulcritud y los vahos callejeros, y fue nada menos que el virrey Pedro de Cevallos el que tuvo la decencia necesaria para impedir “la grosería de echarse agua y aun muchas inmundicias”. Pobrecito el Carnaval porteño, tan jovencito y ya tan limitado para que las cosas nos desbordaran el cauce de los buenos modales y la diversión que prefiere el mohín cortés antes que la carcajada. Tantos eran los esclavos, tantos los muchachitos bien que preferían los jolgorios barriobajeros a los bailes de máscaras, que se estaba haciendo necesario poner límites precisos a tanto desbande. Y como estas pampas y las sutilezas parecen no haberse llevado bien desde siempre, bueno, al pobre de Vértiz no le quedó otra que poner fin a los festejos privados y mudar –y delimitar– la fiesta al Teatro La Ranchería... hasta que el fuego de un baile le ganó en literalidad y lo incendió.
Pero no había nada que hacerle. Hecho humo el rancho, recomenzado el ciclo anual, los ánimos carnavalescos volvían a las andadas. Y Vicente Fidel López, pobre hombre, no podía más. Debía tener realmente los pelos de punta cuando se puso a garrapatear –con veneno en estado puro antes que con tinta–, para que la posteridad supiera apreciar su calvario, una mirada casi gótica sobre las fechas: “Lo oímos como un rumor siniestro desde las calles del centro, semejante al de una amenazante invasión de tribus africanas, negras y desnudas. La lujuria y el crimen dominaban la ciudad con el fondo musical del tam-tam africano”. Tanto lío por un par de murgas y algo de agua en la calle. Claro que no todos pensaban igual. Vean, si no, el “gracias a Dios que nos vienen tres días de regocijo, de alegría”, que escribió Alberdi pensando menos en sus bases y más en las máscaras que planeaba pispear de reojo a la brevedad. Eran tiempos del Ilustre Restaurador y la muchachada rosista estaba de parabienes quemando muñequitos que encarnaban a salvajes unitarios. La plaza Monserrat, habitualmente usada como parada de carretas –de las que traían mercancíasdel, todavía más o menos próspero, interior– era desbordada por vecinos, mazorqueros, negros del “Barrio del Mondongo” y personas de paso que, como en las peores pesadillas de Esteban Echeverría, eran capaces de entreveros orgiásticos en los que no faltaban las damas y madamas de la Calle del Pecado. Bastante después, Ramos Mejía ponía en duda que todo se circunscribiera a los festejantes: “La impunidad usada durante esos tres mortales días se hacía sentir sobre las clases cultas con crueldad y permitían ejercer venganza: entrar en las casas y manosear a las mujeres, cortar los faldones de las levitas –¡!– y castigar la soberbia de los señores”. Tanto lío y quejas escuchó Rosas que terminó por proceder de una manera que se estaba volviendo clásica: “Las costumbres opuestas a la cultura social y al interés del Estado suelen pertenecer a todos los pueblos o épocas. A la autoridad pública corresponde designarles prudentemente su término”. Cuestión que, ante tanta barbarie, el decreto cortaba por lo sano: “Queda abolido y prohibido para siempre el Carnaval”.
Claro que quien dice “para siempre” dice “por un rato”, o “vemos hasta cuándo”. En este caso, quería decir hasta que cayera Rosas. Retomados en 1854 –con gran gala controlada “para evitar los abusos que suelen cometerse con la careta”–, los carnavales porteños encontraron a su mayor protector cuando Sarmiento fue ungido presidente. Era febrero de 1869 cuando las calles Victoria (Hipólito Yrigoyen), Bernardo de Irigoyen y Luis Sáenz Peña son invadidas por las mascaritas del primer corso compuesto por comparsas oficialmente autorizadas, que a su vez estaban formadas –pura y exclusivamente– por niños bien. “Con un cañonazo a la una de la tarde, el martes comenzaba la inundación. Con una libertad casi ilimitada, viejos y jóvenes cargados con bombitas –que los hidalgos llenaban con agua perfumada y los que no lo eran, con diversos fluidos– y pomitos de estaño, o con toda suerte de recipientes que pudieran contener agua, sumados a los huevos y la harina, luchaban desde balcones y azoteas contra los oponentes callejeros. En 1877 se trató de controlar semejante escándalo, que continuaba a veces hasta la noche. Se registraban serios accidentes y, a pesar de haberse prohibido que se ridiculizara a las personalidades políticas y religiosas, la orden se desobedeció hasta el punto de faltar el respeto al arzobispo”, señalan García de D’Agostino, Rebok, Asato y López en Imagen de Buenos Aires a través de los viajeros. 1870-1910. Y eso porque no preguntamos qué podía significar para esa gente apretar el pomo.