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Secretos de Baco
El vino, ese néctar que tiene un dios particular –Baco–, es uno de los pocos productos gastronómicos con incontables variedades y una particularidad especial: el modo en que el tiempo afecta y transforma su sabor y calidad. Aunque para sentir sus leves aromas y matices sólo se puede apelar a la memoria de las sensaciones propias, aquí una enóloga de calidad brinda algunos secretos para aprender a libar de esta sustancia siempre cambiante y por supuesto exquisita.
Por Soledad Vallejos
Es en estos días de marzo que las manos empiezan a acariciar las vides para comprobar que esos frutos lilas, azulados, verdosos, han llegado al momento de plenitud: si se desprenden, si alrededor huele a tierra, agua y viento y pulpa madura, empezará el camino de la transformación. Dicen los que saben que no hay dos vinos iguales, que cada botella es un mundo de aromas y sabores azarosos pero –a la vez– previsibles para un selecto, mínimo, grupo de paladares expertos. Porque están quienes saben perderse en los rituales de la degustación, quienes lo intentan y quienes, en cambio, dan un paso más allá y habitan un rinconcito privilegiado: el de los secretos que pueden convertir una mera combinación de uvas en un festín para los sentidos. Vilma Gutiérrez (ingeniera agrónoma especialmente interesada por la genética, enóloga por decisión, y actualmente consultora de bodegas Salentein) es una de esas afortunadas. Dice “cada vino es como un hijo” y se ampara en su amor de madre-chef (“el enólogo es como un chef: decide por su sensibilidad un montón de cosas”) para explicar que no hay manera de que ella manifieste preferencia por alguna de sus criaturitas creadas para diferentes bodegas: ¿cómo elegir entre su petit syrah, su pinot noir, su chardonnay, o un riesling que ya no se consigue? Imposible.
“Cuando uno crea vinos, está creando algo con vida, porque el vino tiene vida: evoluciona permanentemente hasta que se muere”, explica, mientras van llegando las imágenes de los sabores por nacer y sus condiciones de crianza. Son los rasgos propios de cada terroir (la combinación de minerales del suelo, temperatura, humedad del ambiente y vientos) los que irán dando carácter a la uva y que, en ocasiones y momentos inspirados, pueden llegar a asomar desde la copa cuando son servidos. Para hacer un vino, “primero te tenés que imaginar el vino, y después crear todas las condiciones, porque no es lo mismo si tenés viñedo propio que si tenés que adaptarte a las uvas que tenés. La ecología influye muchísimo en la calidad y el tipo de vino. Para los tintos, se necesita condiciones más cálidas, pero con mucha amplitud térmica, con mucha diferencia de temperatura entre la mañana y la noche, porque eso favorece una buena maduración. Si querés hacer un varietal, elegís una sola variedad de uvas; si querés hacer un genérico, tenés que hacer varietales cada uno por su lado y después ir cortando de a poquito cada varietal. Eso lo vas haciendo en laboratorio, lo vas probando, y te vas quedando con el corte que más te gusta. Y después te llevás eso a la bodega, y decidís si lo vas a sacar como vino joven –sin madera– o si lo vas a añejar en madera, y en ese caso tenés que elegir la madera y decidir cuánto tiempo lo vas a tener ahí, antes de mandarlo a botella. Claro que después lo tenés que dejar en botella cierto tiempo, porque un vino recién embotellado no está en su mejor momento, sino en uno de sus peores momentos: es lo que los franceses llaman la maladie de la bouteille”. La ruta del vino se demora, morosa, paciente, en el tiempo que puede demandarles a esos sabores superar la enfermedad del cambio de madera a vidrio. Cuando se asientan los sabores y el color se convierte en algo capaz de chispear reflejos (tornasol, azulado, morado, liláceo o dorado), ese vino está preparado para enfrentarse a su destino final: el descorche, el oxígeno antes de volcarse en la copa y alguien predisponiéndose a dar cuenta de él. “Los sabores y las sensaciones no son la misma cosa. Además, está genéticamente comprobado, científicamente comprobado, que no hay dos personas que sientan de la misma manera. Tratar de imponer a los demás lo que uno siente y decirle ‘este vino huele a sándalo de la India’ no tiene sentido. A lo mejor esa persona dice eso porque le recuerda un sahumerio que olió cuando era chico... y por eso nadie más siente lo mismo. Lo importante es entender que a degustar se aprende. Y que aprender a degustar sólo se puede hacer en soledad. No se puede enseñar a sentir, es imposible. ¿Cómo aprendiste a diferenciar entre la rosa y el jazmín? Sintiéndolo. Nadie más te puede enseñar a diferenciar, es una cosa muy personal, aunque tener algunas herramientas puede ayudar a sentirlo lo mejor posible, a disfrutar al máximo una degustación.”
Como sobre gustos puede no haber nada escrito pero sí mucho contado, esas armas básicas pueden ir circulando como rumores de iniciados, secretos susurrados en reuniones, consejos sabios de sibaritas (que son sabios y sabias de por sí), son como pequeñas puertas que irán abriéndose ante el gesto mágico para encontrarse con esa otra manera de vivir el vino. “Hay algunas cosas generales que más o menos todo el mundo siente: en el cabernet, hay como un recuerdo –aparte de a los frutos rojos– a pimiento, que tal vez en otros vinos tintos no se siente. En cambio, en el malbec se siente más un recuerdo a ciruelas a maduras. Pero en los vinos hay toda una complejidad que uno la siente y a veces puede explicar, pero otras no. En general, lo que uno hace es tomar referentes: ‘este aroma me recuerda a frutos maduros’, ‘este otro –porque está más maduro, porque se cosechó más tarde la uva, porque es un vino añejo–, en lugar de recordarme a ese fruto me recuerda a la mermelada de ese fruto: es más complejo y maduro. Pero fundamentalmente es algo que se tiene que sentir.”
En soledad, con los sentidos despejados y dispuestos a entregarse mansamente a la experiencia –que puede ser intensa–, Vilma sugiere que sólo hay pocos pasos para encontrar la plenitud que un viñedo puede guardar en una botella: servir y dejar respirar; tomar la copa por el tallo y agitar suavemente; dedicarse al aroma; finalmente, habiéndose preparado a conciencia, enfrentarse al primer sorbo. A vôtre santé.