PLACER › INICIACION AL HABANO
Humos
Fueron la primera manera de fumar, pero quedaron medio olvidados entre tantos cigarrillos. Una introducción a un gran arte tapado de mitos, esnobismos y zonzeras que volvió a la moda de la mano paradójica de los norteamericanos.
Por Sergio Kiernan
En el principio era el tabaco, y tenía forma de cigarro. Colón, el primer europeo en ver un faso, escribió que los indios ni se movían “sin un tizón en la mano y yerbas para tomar sus sahumerios que acostumbran”. Pronto, armados con tabacos cubanos y bahianos, los nobles españoles y portugueses tampoco se moverían sin sus carísimos, distinguidos palitos marrones. Los peninsulares que podían darse el lujo fueron los primeros fumadores de habanos de Europa, mirando por encima de la gorlera al resto de los bárbaros que usaban pipas o aspiraban esa picadura de tabaco seca que llamaban rapé. Después de siglos de reinado absoluto, después de perder mercado por las pipas y casi morirse por ese invento industrial ruso, el cigarrillo, el cigarro volvió al centro de la escena de la mano –paradoja de paradojas– de los norteamericanos, que parece que es lo único que se permiten fumar sin culpa.
De recuerdo del exilio, el cigarro se trajo una valija de mitos: que siempre fue un hábito de ricos, que no es para mujeres, que es complicado fumarlos, que no hay que tirar la ceniza. Es amnesia, pura y simple: los pobrísimos inmigrantes que llegaron a tantas costas americanas venían con el toscano firmemente atornillado en los dientes, como los pasajeros de primera bajaban la planchada con finas panatellas habaneras; las chicas se dedican a fumarlos desde la década de 1840, cuando hubo una insólita moda de echar humos; a manejar un buen habano se aprende en minutos; la ceniza se cae sola cuando se tiene que caer, sin necesidad de hacer equilibrios inelegantes.
Un cigarro es un instrumento de fumar que no tiene papel sino una hoja finísima de tabaco como envoltura. Jorge Locmanidis, fumador esencial y desde hace 20 años al frente de la tabaquería Stengior, en Pueyrredón y Melo, marca una simple división entre cigarro relleno con picadura de tabaco y cigarro hecho de hojas enrolladas. Y otra más compleja entre cubanos y resto del mundo.
El buen cigarro se hace con tabacos especialmente seleccionados, de plantas elegidas, en terrenos conocidos. Como en el vino, hay terroirs: un rincón de Cuba, Vuelta Abajo, es considerado unánimemente como el mejor punto en el sistema solar para cultivar tabaco. Pero sea donde sea que se respete al tabaco, el nacimiento del cigarro es el mismo: se planta, se cosecha, se selecciona, se embala, se añeja, se lo fermenta en un proceso que le hace perder buena parte de su nicotina. Según explica Marvin Shanken, sibarita y editor de la revista Cigar Aficionado, un cigarro se diseña para que arda lentamente y a una temperatura relativamente baja, de modo que no se carbonice, no pierda sabor y no emita humo caliente. La estructura interna es compleja y arranca con una fina y retorcida hoja que sirve de guía para enrollar –de a una o de a varias, depende– las demás. Cubriendo todo está la capa, que viene de la hoja más fina y grande, la que crece a ras de la tierra, suave y lejos del sol.
Como con el vino, existe una verdadera psicosanata para describir el sabor del cigarro. Hasta eruditos y hombres de sentido común, como Zino Davidoff, caían en el vicio de hablar de habanos ácidos, salados, duros, amargos, pesados, frutados, con toques de cacao y hasta con dejos de Dom Perignon. No hay que discutir estas metáforas, que cada uno busca para expresar lo que siente, pero se recomienda moderación y recordar que el color de la capa marca la intensidad del humo: entre más oscura, más fuerte y complejo.
Zino Davidoff repartió las recetas más simples para manejar un habano. Hay que tratarlo con suavidad, sin apretarlo, hacer una incisión o un corte pequeño, con cuidado de no cortar mucho –crea una excesiva superficie de inhalación– ni de entrarle mucho al habano –se forma un túnel que se llena de alquitrán y humo hipercalentado–. El humo no se traga, se saborea, aunque esto también es cosa de cada uno. Hay que prenderlo despacio y sin pitar: la punta va a formar una brasa sola y conla primera bocanada, que se exhala enseguida, sin saborear, basta. No hay que usar encendedores de bencina ni fósforos de papel, y hay que olvidarse de la boutade de prenderlos con un candelabro: todo eso lo llena de sabores espantosos. Los fósforos de madera y los encendedores de gas, neutros, son lo indicado. El snob que insista en calentar el habano antes de encenderlo es un antiguo del tiempo en que la goma con que se pegaba la capa tenía un olor a disipar antes de prender. Hace muchos años que ese pegamento vegetal es inodoro.
El resto es simple: se fuma despacio, no se moja la punta, se saborea con tiempo, se pita con calma para no agrandar la brasa y recalentarlo. El habano acepta las pausas y se mantiene un minuto largo en el cenicero sin apagarse. La primera mitad del cigarro es la mejor, luego empieza a saturarse, ablandarse y humedecerse. Hay quien los fuma hasta quemarse los dedos, pero lo cuerdo es aflojar, ponerlo en el cenicero y dejar que se apague solito, sin aplastarlo, gesto desagradable. Enseguida, hay que vaciarlo, para no dar mal olor.
¿Cómo aprender de habanos? La capa geológica de esnobismo que rodea al cigarro paraliza al más pintado, pero para aprender hay que admitir que uno no sabe y más de uno prefiere la muerte a confesar que nunca se fumó un puro. Los que saben de verdad conocen ciertos principios: si bien hay cigarros mejores que otros, el gusto propio es lo que manda. Hay quien los disfruta enormes, cortos y gruesos, pequeños, largos y finos, cubanos, dominicanos, portorriqueños. Como el vino, cada uno tiene su favorito y cada uno encuentra su relación precio–calidad ideal en esta vida. El consejo unánime es encontrarse con un vendedor amistoso y sabio, que quiera enseñar y no sea pirático. Suelen ser hombres que le dedican más que un interés comercial a esto de tabacos y humidores, contagiados de una pasión episcopal por convertir al prójimo –especialmente al fumador de cigarrillos– a su arte.
Por ejemplo, Locmanidis, hombre lacónico que recomienda arrancar por algo suave –Fonseca, Márquez, Por Larrañaga–, avanzar hacia un Romeo y Julieta, un Partagás o un Upmann, y graduarse con un Montecristo. Pese a que el hombre respeta los cigarros holandeses, sabe que Cuba es el centro del mundo: “Hay que probar todo, pero si probás el cubano, perdiste”.