Por Martha Motzo*
Desde que di mis primeros pasos y con el tiempo, los kilos y los cada vez más largos plantones, fueron sufriendo, encalleciéndose, deformándose y engrosándose. Porque además de sostenerme cuando hago fila para algún trámite, cuando lavo y cocino verduras que son tan sanitas pero requieren tanta dedicación, cuando me ayudan a hacer equilibrio en los confortables viajes de la línea “D”, de la nunca bien ponderada Metrovías, además de todo eso y todo lo que me olvido, SOY MUJER (Nacha Guevara dixit).
SER MUJER quiere decir que a lo largo de mi no tan corta historia los he sometido en honor a la ¿elegancia? ¿de la moda? a los tacos aguja, los inmensos y escenográficos zuecos de madera, las sandalias con tiritas finitas que se te hunden hasta el hueso, las puntas agudas para esqueléticas, etc. Por eso me regodeo, me desparramo, me libero cuando tiro todos esos instrumentos de tortura llamados zapatos, sandalias, zapatillas, y desnudo mis patas y piso el pasto mojado de la mañana. O cuando disfrutando casi escatológicamente, los hundo en el barro arcilloso del fondo de los riachos del delta.
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