Jueves, 10 de julio de 2008 | Hoy
PSICOLOGíA › CONSECUENCIAS PSíQUICAS DE LA úLTIMA DICTADURA MILITAR
Durante la última dictadura militar, “toda la población sufrió un trauma social en cuanto fue afectada por hechos como las desapariciones y las torturas, acompañados por un mensaje del otro social –el Estado dictatorial– que denegaba su autoría y responsabilidad. Esta situación producía una imposibilidad psíquica de pensar la experiencia y producir significaciones”.
Por Marta L’Hoste *
“Las personas que desaparecieron tienen hijos y el problema de sus hijos va a ser transmitido en la próxima generación y en la otra. Es toda una conflictiva para muchas generaciones. Eso es lo que tiene que interesar a ustedes, que son psicólogos.”
Hebe de Bonafini, carta dirigida a la Asociación de Psicólogos en 1983.
En el contexto de este artículo, llamamos “terrorismo de Estado” al monopolio de la violencia organizado con estrategias militares y políticas, que ejerció la dictadura militar contra una parte de la sociedad civil con el objetivo de anularla políticamente desde 1976 hasta 1983. Los dispositivos de este sistema se pueden distinguir según dos formas de operar en campos diferentes: los que producen el exterminio de personas e instituciones en el campo material y los que producen representaciones sociales en el campo de lo simbólico.
Los primeros operaron con acciones directas sobre los cuerpos de personas y de organizaciones, buscando con especial énfasis no sólo su muerte sino su borramiento, su destierro material y simbólico. Los métodos fueron la amenaza de muerte, la persecución, la prisión, el secuestro, el confinamiento en campos de concentración clandestinos, el robo de niños, la tortura y posteriores formas de asesinato a los sobrevivientes.
Toda esta operatoria que duraba meses o años sobre los cuerpos de los secuestrados se realizaba sin que ninguna instancia oficial diera cuenta de ella, denegando su propia existencia a familiares que deambulaban de institución en institución preguntando y buscando. Entre estas prácticas represivas, el dispositivo de la desaparición de personas fue el paradigma del disciplinamiento por el terror. Clausuró también todas las organizaciones políticas, sindicales, culturales y populares que presentaran oposición política manifiesta o potencial y hasta aquellas destinadas a servicios comunitarios, como muchos equipos de salud mental de los hospitales públicos. Cayó bajo sospecha cualquier tipo de agrupamiento o reunión; por lo tanto, si éstas se realizaban, sus participantes quedaban expuestos al riesgo de un registro que podía culminar en desaparición.
La distancia entre cualquier comportamiento de un ciudadano y la dimensión de la posible acción represiva era absolutamente arbitraria, pues en la lógica de estas prácticas de suprimir, aniquilar y aislar, la arbitrariedad estaba al servicio de producir terror.
Otros dispositivos clave fueron la invención que hizo la dictadura de sus propias representaciones sociales a través de prácticas discursivas y extradiscursivas que instituyeron un nuevo imaginario social. (Trabajo con el concepto de imaginario social de Cornelius Castoriadis, en cuanto universo de sentidos organizadores –mitos– que sustentan la institución de normas, valores y lenguaje, por los cuales una sociedad puede ser visibilizada como una totalidad.)
En la lucha por imponer sus significaciones, el gobierno militar desplegó discursos con diversos contenidos, utilizando distintos medios: la prensa gráfica y televisiva, actos públicos y acciones psicológicas que fueron creando un imaginario destinado a producir cohesión, adhesión ciega y por sobre todas las cosas la eliminación de toda representación divergente.
La Junta Militar asumió su autoridad sin atenuantes y enunciaba sus discursos desde una posición de absoluto poder. Decían: “El Proceso tiene objetivos, pero no tiene plazos”, “Hay que olvidar el pasado para reconciliar la Nación”, “El silencio es salud”, “Los argentinos somos derechos y humanos”.
Estos mensajes muestran cómo sus significaciones tendían a la universalización y a la naturalización con el objetivo de ocultar los procesos sociohistóricos de su producción. La operación estaba destinada a borrar el tiempo histórico. Estas significaciones circulaban además en un campo en que la lucha por los sentidos estaba amenazada de muerte.
Tenemos así los dos dispositivos señalados: el que produce la violencia material y el que produce la violencia simbólica. En el trabajo de ambos se fue instituyendo lo que en este artículo llamamos la “subjetividad del terror”.
¿Qué efectos produjeron estas políticas de terror organizado en la población? Toda la población sufrió un “trauma social” en cuanto fue afectada por un monto y una calidad de hechos reales como los secuestros, las torturas, las desapariciones, las prohibiciones, las amenazas, acompañado de un mensaje del otro social –el Estado dictatorial– que denegaba su autoría y responsabilidad. Esta situación producía una imposibilidad psíquica de pensar la experiencia y producir significaciones.
Se percibía una cosa, pero había que pensar otra. Una representación que renegaba lo real y que a la vez coartaba la posibilidad de pensar con los propios pensamientos. De esta manera, las condiciones de pensabilidad de la realidad social estaban absolutamente alteradas, en la medida en que el doble mensaje se instituía en el gran dispositivo de silenciamiento social.
El paradigma de este dispositivo de renegación de la responsabilidad de lo actuado por las fuerzas represivas fue la desaparición de personas en cuanto imposibilitaba la inscripción simbólica del hecho.
El discurso oficial decía: “Los desaparecidos son autodesaparecidos o autoexiliados”, “Han sido asesinados por sus propios compañeros o se han suicidado”, “Están en establecimientos especiales para su rehabilitación y posterior reinserción en la sociedad”, “Se ha vivido una guerra y como en toda guerra hay desaparecidos”.
La responsabilidad no asumida se elude con el enunciado “Todos somos responsables”, en un intento de culpabilización colectiva.
Nada se podía saber sobre el destino del desaparecido. Esto creó un vacío de representación y un dolor insoportable, que afectó no sólo a sus familiares sino al conjunto de la población.
En campañas televisivas se emitían enunciados que intentaban desplazar la responsabilidad de la desaparición hacia el familiar de la víctima. Se escuchaba: “¿Cómo educó usted a su hijo? ¿Sabe qué está haciendo en este momento?”. Se generaba temor hacia los familiares de desaparecidos, lo que los precipitó a menudo en el aislamiento social.
Marcaron la disidencia u oposición política como locura, y los disidentes eran enfermos o las Madres de Plaza de Mayo, locas.
Estas representaciones sociales destinadas a silenciar la atrocidad del método de la desaparición y las prácticas de aniquilamiento y disciplinamiento sobre los cuerpos fueron configurando nuevos modos de subjetivación.
Los ataques masivos a la identidad material y simbólica de los desaparecidos –el “Informe final” de la Junta los da a todos por muertos sin sus nombres– son también ataques a la población, en cuanto la obliga a convivir con treinta mil fantasmas. Denomino “fantasmas” a estos muertos que no tienen nombre ni sepultura, y quedan a la deriva en el espacio vacante dejado por la ausencia de ritos que signifiquen su muerte. Los ritos ante la muerte han sido fundantes en la antropogénesis de la humanidad y aportan también a la conservación del psiquismo.
Las condiciones descriptas precipitan las subjetividades a una fantasmática terrorífica en cuanto las referencias de la realidad social han sido trastrocadas. Así se va configurando el horror que hace estallar al psiquismo y que produce marcas que no pueden ser articuladas en un relato. Al no poder ser significadas, estas marcas se alojan en el mapa corporal provocando enfermedad y muerte, material y psíquica.
Esta potencialidad patógena del trauma social y la imposibilidad del sujeto psíquico de dar sentido consensuado a lo que le acontece producen desligazón libidinal y abolición de la función de subjetivación. Asimismo, el psiquismo queda expuesto a organizar defensas más cercanas a lo regresivo o a lo perverso, como la escisión, la renegación, la desmentida, sometimientos y goces masoquistas o renuncia a los propios valores para adoptar los valores del poder.
El sufrimiento psíquico de no saber, forma de tormento crónico, fue paradigmático en los familiares de desaparecidos. Es esta imposibilidad de saber, de saber sobre el destino y la vida de su familiar, de poder configurar una representación que aliente alguna prueba de realidad, lo que determinó un duelo especial.
Sus expresiones clínicas fueron de diversa índole y serán desarrolladas brevemente:
- Fantasías acerca de los tormentos físicos y mentales que estarían sufriendo sus desaparecidos. Esto los sumergía en niveles de angustia desbordante, que los llevaban muchas veces a desearles la muerte para liberarlos.
- Presentificaciones ilusorias de la imagen del desaparecido que se instalaban en proyecciones sobre ciertos soportes: creer haberlo visto en el rostro de alguien, escuchar su voz, o signos de que algo los anuncia. Estas presentificaciones no llegan a ser alucinaciones en un sentido patológico. Ante una muerte normal se resguarda al ser querido en rasgos identificatorios; en cambio, en esta situación es necesario darles cuerpo, es necesario que nada se pierda para tratar de hacerla tramitable. Por lo tanto había que sostener todo abierto, pues no había certezas. Hablo de certezas en el sentido de aquellas que se construyen socialmente, las que estaban imposibilitadas de producirse en cuanto en esta situación la inscripción y el rito de la muerte habían sido borrados.
- Se esbozaban momentos de convicción subjetiva sobre la muerte del desaparecido, pero la duda siempre reaparecía. El dolor era continuamente redoblado o evitado con ciertos comportamientos como guardar los cuartos con las ropas y pertenencias del desaparecido en la forma en que habían sido dejadas el día del secuestro. Esta defensa se organizaba al modo de la desmentida: “Ya lo sé, pero aun así...” (Mannoni, 1969). (Octave Mannoni estudia este enunciado, “Yo ya lo sé, pero...”, como soporte de la creencia. Su eficacia subjetiva se asienta en un doble mecanismo: el de que no hay creencia inconsciente y el de que la creencia supone el soporte del otro.)
Además, el miedo, los sentimientos de inermidad e impotencia que produjo el hecho de vivir bajo amenaza permanente, el aislamiento, la ruptura de los lazos sociales, la pérdida de referencias y pertenencias a grupos e instituciones –con la caída del apuntalamiento psíquico que éstos proveen– fueron padeceres de la población en su conjunto.
La dictadura impuso un ideal por coacción que organizó una sociedad sin disenso, “perfecta”, en la que el deseo del sujeto social quedó alienado bajo los abusos de este ideal. Este era un clasificador que lo integraba bajo sus emblemas o lo marginaba bajo promesa de muerte. La sociedad se transformó así en un campo de concentración.
La distancia entre el yo ideal terrorífico y los ideales singulares de cada sujeto podía ser tan insoportable que producía en muchas personas una forma de muerte psíquica, una alienación. Esto acontecía a la manera de un accidente, en el que las referencias y los rasgos identificatorios de las subjetividades se borraban sin tener registro. Con la actividad del pensamiento continuamente amenazada y el sistema del ideal del yo aplastado por el yo ideal terrorífico, éste se constituía en la única referencia identificatoria de la que el sujeto disponía sin correr riesgo de muerte. El desenlace de este mortal conflicto fue muchas veces la sustitución del propio pensamiento por el pensamiento del otro.
La prohibición de idear pensamientos disidentes es interiorizada por el sujeto psíquico no sólo por la amenaza vital sino también porque pensarse en esta situación de desposeimiento es un sufrimiento insoportable. La defensa es la descatectización de la actividad de pensar. El sujeto termina así legitimándose en la adopción de las representaciones que la dictadura construye. Es el triunfo del terror.
El sistema de persecución también se interioriza y se reproduce con el otro social transformándolo en un potencial enemigo. El trabajo de ruptura material de los lazos sociales se inscribe ahora psíquicamente en un orden predominantemente paranoide.
El dispositivo de silenciamiento social que hemos descripto opera por una vía intrapsíquica en estas formas. Por un lado, por la coacción del deseo que lleva a los desinvestimientos libidinales o a la fascinación y adhesión al poder dictatorial. Por otro, el conflicto del yo encuentra resolución en la desinvestidura del propio pensamiento para adherir ineluctablemente al discurso del otro.
Un sector de la población coincidió políticamente por convicción, otro pudo conservar la capacidad de pensar en la medida en que realizó prácticas políticas de resistencia, pero la mayoría quedó apresada en este movimiento de alienación.
Una frase de esos tiempos condensa esta situación. Se aludía al que desaparecía de la siguiente manera: “Si lo llevaron, por algo será”. Esta frase hace visible la marca de la desmentida social, que se encarna en una creencia. Esta creencia obtura todo deseo de saber y se pone al servicio del deseo de no saber, del deseo de no pensar, y otorga así cierta tranquilidad. Sobre la percepción siniestra de la desaparición, su denegación se apoya en la construcción colectiva de una causa imaginaria que se refrenda en el discurso oficial.
Tan hondo marcó esta desmentida social a la población que aún hoy hay testimonios de su persistencia. En un video llamado Vecinos del horror, los otros testigos, realizado por un grupo de egresados del TEA, basados en entrevistas a vecinos de los centros de detención clandestinos que fueron publicadas en PáginaI12 el 19 de octubre de 1996, se lee: “Una sola vez escuché que uno se quejaba, decía: ‘No me peguen más’. Yo me niego a creerlo todavía”; “Ah, no sé, por algo los mataron. A mí nunca me hicieron nada, me pedían documentos y nada más. Dicen que había gente inocente, pero también había comunistas”; “Escuchábamos gritos de mujeres y pensábamos que eran prostitutas detenidas, presas.”
Estas frases son pronunciadas por los mismos vecinos de aquel horror después de veinte años de la implantación del terror. Todas están construidas al modo de la desmentida o la renegación. “Escuché a uno...” enuncia el intento de inscribir el hecho en una serie que, al regularizarlo en una cadena, le quita todo sentido singular.
“Dicen que había gente inocente, pero también había comunistas...” La nominación de los comunistas como culpables pone al sujeto que enuncia esta división ilusoriamente a resguardo de una identificación riesgosa como sujeto social. Ya no está amenazado porque él no es comunista. Como sujeto psíquico se vive protegido en la identificación con el universo de los inocentes. “Prostitutas detenidas” enuncia el imaginario de discriminación existente que recubre la nueva situación de exclusión.
La cuestión es qué se niega a creer esta subjetividad: ¿lo que escuchó o lo que soportó? El retorno de lo renegado puede ser muy doloroso y a veces insoportable. Una sola de las entrevistadas, una mujer joven, dice: “Cuando supe lo que pasaba en ese lugar terrible me horroricé. Me cuesta estar cerca de esa pared”.
Con el juicio a las juntas dictatoriales se pusieron en evidencia todos estos hechos. Pero las leyes de punto final y obediencia debida (1985) concluyeron con la exculpación de todos los culpables de la represión, salvo los jefes de las Juntas. Estas leyes legales pero ilegítimas crearon un campo simbólico que no ha sido propicio para la elaboración de lo vivido, en cuanto instauraron la ley de la impunidad. A los cinco años del juicio los jefes de las juntas fueron indultados.
Los juicios constituyeron ejercicios de memoria colectiva, pusieron los hechos hasta entonces denegados en el escenario público. Los sentimientos de horror, de lo siniestro, de lo insoportable, comenzaron a ser hilvanados a través de los relatos de los testigos abriendo la posibilidad de que un proceso de duelo se hiciera camino en las subjetividades. Pero también debemos señalar que los excesos en la presentificación del horror por los medios asociados a la exculpación de los responsables obturaron la transcripción de la memoria de lo acaecido en un proceso de historización historizante.
Las situaciones descriptas no generaron condiciones sociales, ni en lo político ni en lo jurídico, que aportaran a este proceso de historización, en cuanto no crearon enunciados de fundamento (sociales) capaces de refundar el orden simbólico que había sido alterado.
* Fragmento del trabajo “Subjetividad del terror: un desafío para los psicoanalistas”, incluido en El oficio de intervenir. Políticas de subjetivación en grupos e instituciones (Editorial Biblos).
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