Jueves, 1 de marzo de 2012 | Hoy
PSICOLOGíA › LAS “NARRATIVAS” EN LA TERAPIA CON VíCTIMAS DE VIOLENCIA
Cada persona que ha sido víctima de violencia, individual o colectiva, la experimenta –sostiene el autor de esta nota– de acuerdo con una narrativa, una historia específica que se cuenta a sí misma y que a veces está orientada por los perpetradores mismos. El trabajo terapéutico puede consistir en acompañar y asistir a la persona en el trabajo de reconstruir esa narrativa.
Por Carlos E. Sluzki *
Tiempo atrás estaba ayudando a un hombre en terapia a reorganizar su identidad, dañada durante dos meses de tortura despiadada en una prisión del gobierno militar de su país de origen, seguida de un exilio forzado. Después de unas primeras sesiones en las que parecía fundamentalmente embotado, este hombre comenzó a llorar inconsolablemente, semana tras semana. Lloraba, decía, por el tiempo perdido, por la inocencia perdida, por sus ideales traicionados, por los amigos muertos o que aún estaban en prisión, por su propio sufrimiento. En un momento dado del proceso terapéutico lo empuje suavemente a que incluyera comentarios acerca de los perpetradores, a que expresara sus emociones al respecto. Me frenó: “No estoy interesado en ellos –dijo–. Déjeme hacer mi duelo a mi manera, en paz.” Por supuesto, tenía razón.
Recientemente, en el curso de una terapia con una mujer que había sido abusada emocional y sexualmente con saña durante largo tiempo por su novio, ella comenzó a describir al perpetrador en términos de su contexto, su historia y su estilo. Como tuve la impresión de que con esas descripciones estaba intentando justificar esa violencia, desafié su descripción, definiendo sin ambigüedad la responsabilidad que él tenía acerca de la violencia. Me corrigió: “No es que lo esté justificando. Trato de entenderlo, de verlo como un ser humano y no como un objeto, para diferenciarme de él. Esto es lo que estoy haciendo”. Por cierto, ella tenía razón.
Otra mujer, víctima de un asalto y violación que la había dejado profundamente traumatizada, pasó un largo período dominado por lo que me pareció era una diatriba interminable de odio y de planes fantasiosos de venganza en contra de sus agresores. Si bien yo, en tanto testigo de su historia, legitimaba su indignación, cada tanto hacía comentarios centrados en su sufrimiento, la pérdida de la inocencia, su desilusión acerca del mundo. Y cada vez que lo hacía, ella me acusaba de que estaba intentando distraerla de lo que sentía como central para ella, a saber, la legitimidad de su furia. Y, por supuesto, también ella tenía razón.
El trabajo terapéutico con víctimas de la violencia –sobrevivientes de atrocidades individuales o colectivas– conlleva un proceso de develar y recuperar verdades, facilitar el duelo, reconstituir la autoría y experiencia de iniciativa a través de la acción y la reivindicación, recuperar el futuro, y reconectarse consigo mismo y con los demás. Esto implica una tarea a veces agotadora de ayudar a nuestros pacientes a cambiar específicamente aquellas narrativas acerca de su experiencia de victimización y de las consecuencias morales y de comportamiento de las mismas, que los ha atrapado en un mundo en el cual su capacidad de autoafirmación, reconocimiento, autoría, autonomía, crecimiento, alegría y enriquecimiento emocional recíproco está drásticamente disminuida.
Todo acto de violencia interpersonal pone en jaque nuestras premisas acerca de cómo concebir y como describir nuestra vida y nuestro alrededor, destruye nuestra inserción en el mundo. No es de sorprender que el primer efecto de un acto de violencia en la víctima es una experiencia de confusión, una pérdida de la coherencia interna que constituye su identidad: La violencia destruye el modo de describir el mundo y, por lo tanto, destruye ese mundo. Un niño que acaba con un brazo roto por una paliza propinada por un padre o una madre malhumorados, una mujer que recibe una trompada de su esposo, una persona mayor inválida emancipada por el abandono de sus hijos, una joven que acaba violada en lo que ella entendió que era una cita amistosa, una persona que es asaltada en un callejón por un ladrón, un ciudadano que es torturado por un oficial de seguridad, la violación masiva de mujeres con fines de “contaminar el grupo racial”, la exterminación sistemática de una población dada, una expulsión masiva de un grupo étnico, el Holocausto, los actos del Kmer Rouge, Ruanda, Darfur, todos tienen en común el ultraje de esas premisas básicas de seguridad y respeto recíproco en tanto seres humanos, de ese apoyo que esperamos como miembros de una familia, de una comunidad o de la familia humana. Las víctimas son despojadas en cada caso del requisito de coherencia necesario para vivir en un mundo predecible, ordenado y razonable.
Esta fractura de la trama del mundo hace añicos la identidad y genera en aquellos que la padecen un hambre de coherencia, un anhelo básico de orden. Como consecuencia, buscarán y aceptarán cualquier descripción que pueda permitirles reestablecer alguna semblanza de estabilidad en su visión del mundo y de sí mismos. Esta necesidad extrema de claridad expone a las víctimas de violencia a ser inoculadas por narrativas distorsionadas y tóxicas provenientes de su cultura o de su tradición familiar, de sus propias experiencias de vida previas, o aun ofrecidas por los mismos perpetradores o por los testigos de la violencia.
Una cachetada, una violación, un acto de tortura, una muerte violenta, son rótulos descontextualizados, desnudos, que definen actos de violencia, y no la secuencia de las acciones, ni el elenco total de participantes, ni el contexto o los corolarios morales o relacionales, elementos todos que son los componentes constitutivos de una historia. Muchos de los rasgos de las historias –y de sus transformaciones a partir de una experiencia de violencia y a partir de una terapia– se ven facilitados por las historias dominantes en nuestras culturas, por las tradiciones y mitos y múltiples historias que otorgan identidad a nuestra familia y a nuestro entorno cultural y étnico, por los temas dominantes en nuestra extracción socio-económico-política –con su cuota variable de sexismo, clasismo y regionalismo–, por nuestros credos –tales como la noción del karma en un contexto budista y la de pecado y castigo en un contexto judeo-cristiano–, y por los relatos dominantes en los medios de comunicación de masas. Esos mitos e historias arquetípicas o idiosincrásicas proporcionan anteproyectos explicativos listos para influenciar o aun guiar las historias personales en vías de ser reorganizadas luego de una experiencia de violencia que las hace tambalear.
Pero ocurre que, a través de sus acciones y comentarios, los perpetradores, los cómplices, los posibles espectadores, testigos (aun el mejor intencionado) y la misma víctima poseen también el poder de facilitar, sembrar, inocular ciertos argumentos que mistifican, opacan y re-editan, por así decir, la naturaleza violenta del acto así como la responsabilidad de victimarios y a la vez de las víctimas.
Tergiversando a quién pertenece la iniciativa, mistificando el rol del victimario, la violencia puede definirse como forzada en el perpetrador por alguna otra instancia (“Yo no quería hacerlo pero...”), culpando, en ultima instancia, a la víctima (“Hiciste que lo hiciera”), a circunstancias externas (“Estaba estresado por mi trabajo”, “Sólo cumplía órdenes”), a las hormonas (“¿Qué quieres?, ¡No estoy hecho de piedra!”), a los genes (“Tú sabes que yo soy así, temperamental. ¿Por qué me provocaste?”), a los malos entendidos (“Me invitaste a tu departamento, así que no me digas que no esperabas que nos acostáramos juntos”), a otras generaciones (“Me estaba vengando de lo que tus abuelos hicieron a mis abuelos”).
Introduciendo confusión en el escenario, el perpetrador –o un testigo, o aun la víctima, cuando se encuentra “adecuadamente entrenada” por sus propias experiencias previas– puede rotular el acto de violencia, no como violencia, sino como educación (“¡Esto te enseñará!”) o como amor (“¡Lo hice porque te amo tanto!”).
Descalificando la experiencia de la víctima, el efecto físico o emocional de la violencia puede ser negado (“¡No te puede haber dolido tanto!”; “Al final acabo por gustarte, ¿no es cierto?”).
Mistificando el corolario moral, la intención del acto de violencia puede ser redefinida (“¡Lo estoy haciendo por tu propio bien!”).
Además, el perpetrador, el contexto y aun el imaginario de la víctima pueden forzarla para que acepte una versión tergiversada de la realidad mediante amenazas de aislamiento social, riesgo o desesperanza, argumentando vergüenza (“¡Todos te conocen, y sabrán que, de verdad, tú lo provocaste, serás el hazmerreír de todo el mundo!”), falta de credibilidad (“¡Nadie creerá tu acusación!”), terror (“Si se lo dices a alguien volveré y te mataré”), locura (“¡Estás totalmente loco/a! ¡Eso nunca sucedió!”).
En resumen, a través de esos procesos, luego de actos de violencia intensa y a veces persistentes, las víctimas tenderán a mostrar, ya grados variados de confusión o desorganización –el efecto de su capacidad disminuida para contar su historia de las circunstancias y retener la coherencia de su mundo–, ya distorsiones en la historia de la violencia en la cual ellas mismas ocupan, al menos en cierta medida, la posición de autoperpetradoras o al menos cómplices de su propia victimización y sufrimiento (“Yo la provoqué”; “Yo me la busqué”; “Yo me la merezco”; “Me lo debo haber imaginado”).
Estas descripciones alteradas ofrecen a la víctima un respiro temporal, una salida provisoria para el espantoso sentido de traición de las premisas básicas de vivir que conlleva el acto de violencia, dado que estas mistificaciones cuestionan que la traición haya tenido lugar: fue, en realidad, un acto de amor, o de educación, o un acto forzado por la víctima, y hasta disfrutado. Así, la víctima olvida lo que ocurrió o bien lo desdibuja, a la vez que adapta la historia distorsionada. Esa alternativa, a la que muchas víctimas de la violencia se aferran como tabla de salvación, ocurre a expensas de abandonar toda introspección, validación y protagonismo ético. De hecho, esta salida acarrea inconvenientes importantes: requiere un esfuerzo psíquico intenso para ser mantenida, dado que tiene lugar a costo de una negación de señales que provienen del feedback de los otros, del propio cuerpo y aun del sentido común; por lo tanto, esta estrategia fomenta el embotamiento emocional; conduce a un progresivo aislamiento de aquellos miembros significativos de la red social –familia, amigos, vecinos– que contradicen esa versión de la realidad, lo que reduce el contacto social íntimo; aumenta el riesgo de la repetición del daño, dado que no favorece comportamientos protectores necesarios para evitar la recidiva de la violencia, es decir, reduce la posibilidad de aprendizaje y cambio, obscurece la necesidad de una reparación por el sufrimiento, dado que el perpetrador desaparece como tal de la historia. Por lo tanto, escamotea la ética relacional y cementa a la larga una visión solitaria y desesperanzada de la realidad, ya que la visión del mundo adoptada implica con frecuencia que “los demás están ahí siempre listos para tomar ventaja de mí” o bien que “yo me lo merezco”; por lo tanto, minimiza la resiliencia y facilita la perpetuación de la violencia.
Uno de los resultados –y algunas veces una de las intenciones– de todo tipo de violencia colectiva es no sólo la eliminación de las víctimas mismas (su desaparición, denigración absoluta o expulsión), sino también la destrucción de la historia de vida de las víctimas, de sus testimonios y recuerdos, de su identidad. Ese proceso es compartido con frecuencia por la violencia interpersonal, privada.
El objetivo del proceso terapéutico con víctimas de la violencia es precisamente el opuesto: es “dar voz” a las víctimas a través de desestabilizar los componentes mistificados de la historia de victimización, restaurar la memoria y la identidad y abrir las posibilidades de re-capturar el protagonismo de su vida, así como de recuperar su dignidad.
La evolución de cada narrativa de violencia del sobreviviente es idiosincrásica: cada paciente evolucionará a su propio paso y a través de su propia ordalía y sus propios ritos de pasaje. La cura incluye con frecuencia una serie de transformaciones de la historia de violencia. Cada paciente permanecerá en una u otra de las posibles narrativas durante el tiempo que le sea necesario como para ir hilando la trama de la recapturación digna de sus identidades, sus introspecciones y sus capacidades para la alegría y la esperanza. Algunas incluirán el mundo de los perpetradores, algunas no (y ésta puede evolucionar de no incluirla hacia incluirla, o viceversa). Algunas ubicarán la fuente de la responsabilidad de la victimización en el perpetrador, otros en los espectadores, o en el contexto, o en otros personajes (frecuentemente moviéndose de una historia simple y lineal a una más compleja y rica) o, en parte, en la víctima –si de eso se desprenden aprendizajes e insights enriquecedores–. Algunas presentarán una historia en continua evolución, mientras que otros llegarán a un punto dado y se detendrán ahí. De hecho, existen muchas maneras de vivir una vida.
En el curso de ese proceso acompañamos a nuestros pacientes a través de algunas paradojas resistentes. Una de ellas es que el cierre de la historia, la resolución interior, es necesaria, pero todo cierre definitivo de la historia es imposible, ya que para asegurar retener todo lo que se aprendió de ella requiere mantenerla, hasta cierto punto, viva.
Resulta importante tener presente que, a pesar de toda expectativa, la terapia no es restauradora, es decir, que las vidas de los sobrevivientes nunca serán “como antes”. Ellos vivirán, esperamos, vidas diferentes, vidas con menos sufrimiento y más placer, con más iniciativa y más libertado, vidas valiosas, pero no “como antes”. De hecho, las fantasías de restitutio ab initio (a saber, que la experiencia traumática va a desaparecer a través de la actividad terapéutica, como una suerte de recompensa por los esfuerzos y los sufrimientos) constituyen una expectativa ilusoria frecuente no sólo en muchas víctimas de violencia en el proceso de recuperación, sino también en muchos terapeutas, lo que agrega otro nivel de duelo al proceso (la perdida del final feliz, tanto para la víctima como para el terapeuta). Por ello, podemos aún anticipar que el cierre de un proceso de reparación será seguido por una sensación ambivalente de éxito y de fracaso, de satisfacción y de vacío.
* Extractado del artículo “Victimización, recuperación y las historias ‘con mejor forma’”, incluido en la revista Sistemas Familiares y otros Sistemas Humanos, de la Asociación de Psicoterapia Sistémica de Buenos Aires.
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