Jueves, 15 de noviembre de 2012 | Hoy
PSICOLOGíA › “PSICóPATAS DE SUS PROPIOS HIJOS”
El caso de la madre que obligaba a su nene a vestirse de mujer; el caso de la madre que realizó el incesto con su hijo adolescente: éstos y otros ejemplos toma el autor para ilustrar “la perversión del maternaje”.
Por Santiago Thompson *
La maternidad asoma como uno de los pocos campos para los cuales se preserva, respecto de sus ligazones con la sexualidad, un prudente silencio. Tal como afirma Eric Laurent: “Se olvida, con la fascinación por la relación madre-hijo, que el hijo ocupa el lugar de un condensador de goce. (...) Que el maternaje, el ocuparse de los niños, es una actividad sexual y no educativa o sublimada” (Hay un fin de análisis para los niños, 1999).
Confluyendo en esta línea, Estela V. Welldon en el libro conocido en nuestro medio como Madre, virgen, puta. Las perversiones femeninas, pero cuyo título original se traduciría mejor como La idealización y denigración de la maternidad, sostiene que “el fracaso a la hora de diagnosticar a estas mujeres (como perversas) es en parte el resultado de la glorificación social de la maternidad y el rechazo a considerar que ésta pueda tener un lado oscuro”.
Como dato ilustrativo, cabe recordar que en nuestro país permanece sin estrenarse desde 1989 la película Kindergarten, de Jorge Polaco, donde se roza el tema del incesto. Se trata de la única película argentina censurada desde el retorno de la democracia.
Laurent señala “el tormento que es, para una mujer, un niño” y que “a pesar de siglos de exaltación mística materna o de la mística femenina, es muy difícil ser madre, porque es un tormento efectivo”. Tal tormento contempla, entre sus salidas, la perversión del maternaje. Laurent afirma que si el sexo femenino es tan poco sensible a la perversión es porque las mujeres tienen niños. Granoff y Perrier (El problema de la perversión en la mujer, 1980) sostienen que en la mujer no hay, para hablar con propiedad, perversiones sexuales, para luego afirmar que será en la maternidad en donde habrá de manifestarse la corriente perversa en la mujer. Agregan que “las dos únicas vías que se abren en sentido estricto al amor maternal serán la sublimación o la relación perversa. Pero en realidad el deseo sexual no está ausente, y lo aporta la propia prohibición que lo marca”.
Una primera forma de la perversión del maternaje se puede definir en términos simples: el niño deviene objeto del fantasma de la madre. Laurent ubica tales coordenadas en función de algo que no anuda a nivel de la pareja parental: lo que prevalece es el síntoma de la madre por sobre el síntoma de la pareja. Granoff y Perrier se ocupan de relevar los testimonios de las mujeres que se ven compelidas a raptar un niño y criarlo como propio. Señalan que “la naturaleza impulsiva del acto, su total inespecifidad en la elección de objeto, demuestran el sitio del puro y simple tener que ocupa el niño”. Cuando se las interroga en ámbitos judiciales, el discurso da cuenta de lo desesperado del rapto y la urgencia por establecer una relación de maternaje. Concluyen entonces que, desde el punto de vista estructural, “este caso límite de la relación perversa se emparienta con la relación fetichista”.
Para ilustrar la posición materna perversa fetichista, tomemos un recorte clínico de Welldon: una paciente tenía un bebé de dos años “al que no creía capaz de manejar, y al que le pegaba cuando se sentía frustrada o molesta por algo. Esta actitud aliviaba su ansiedad y la satisfacía sexualmente. Frenó los malos tratos repentinamente cuando se dio cuenta de que el bebé tenía una mirada triunfante y que, según ella, ‘incluso disfrutaba de ellos’. Fue consciente de que el bebé llevaba las riendas, ya que se sentía capaz de manipularla hasta hacerle perder la paciencia. Se había convertido en el amo”. Es destacable el hecho de que la madre retrocede ante los datos subjetivos del goce en el niño.
Lacan, entre los seminarios 10 y 16, se refiere a la posición perversa en términos de un ofrecerse como instrumento de goce del Otro. Esta delimitación encuentra su traducción en aquellos casos en que se describen prácticas que lindan o directamente realizan un maternaje que subvierte la prohibición del incesto. Welldon, entre otros casos que toman este sesgo, cita a un paciente que relata su crianza en manos de una tía materna, con un año recién cumplido: “Era una mujer cálida y cariñosa, pero de pronto, cuando tenía tres años, le dejó muy claro que, a menos que cumpliera todos sus deseos, le retiraría su amor. Las condiciones que impuso no sólo incluían que se pusiera ropa de niña, sino que se comportara como tal. (...) La tía decidió enviar a su sobrino a un colegio de niñas y le enseñó a comportarse como una de ellas; las revisaciones médicas las hacía en el consultorio de un amigo de ella. A los doce años parecía una auténtica niña. Fue dama de honor en la boda de un familiar”.
Otro testimonio se refiere a una paciente que padecía una suerte de exhibicionismo compulsivo: “Su madre la masturbaba desde muy pequeña cada vez que se sentía triste o compungida o para que se durmiera (...). Esta no sólo había masturbado a la niña, sino también a sus otros cuatro hijos. En propias palabras de la madre: ‘Resultaba tan fácil o más eficiente que usar un chupete’. Dijo que en aquella época estaba deprimida e infelizmente casada con un hombre que se emborrachaba y le pegaba constantemente. También admitió que estas acciones que perpetraba con sus hijos le producían una enorme sensación de bienestar, excitación sexual y júbilo. Era, además, la única forma de conciliar el sueño”.
Welldon sugiere que “en ocasiones, las mujeres optan por la maternidad por razones perversas inconscientes”. Entiende que la madre perversa “experimenta a su bebé como una parte de sí misma. Siente un gran regocijo ante el hecho de que su bebé responda a sus propias necesidades”.
El siguiente caso supone una relación donde el incesto pasa al plano de la concreción: “Mi marido murió repentinamente cuando mi hijo tenía cinco años. (...) Creé una relación idílica con mi hijo, hasta el punto de que no necesitaba ningún hombre más en mi vida. Nos íbamos juntos de vacaciones. Recuerdo perfectamente una ocasión en que nos hallábamos en la playa. Entonces mi hijo tenía catorce años. Me puse a bailar en la sala del hotel con algunos jóvenes, y bebí bastante. Cuando volví a la habitación, me encontré a mi hijo sollozando entre las sábanas. Me preocupé y le pregunté qué le pasaba. Dijo que me había visto bailando y que se había sentido abandonado y muy celoso de los jóvenes. Al escuchar esta afirmación experimenté una inmediata sensación de paz interior y de satisfacción (...). Yo había ganado: él era mío. Estábamos juntos para siempre, solos. Me pareció lo más natural meterme en la cama con él para consolarlo. Sin embargo, quería demostrarle mi amor de una forma más natural. Me sentía expansiva, regocijada y excitada. Lo inicié en el arte de hacer el amor. Le enseñé durante un tiempo, paso a paso, lo que tenía que hacer y cómo lo tenía que hacer. Creé el amante más maravilloso y ambos estábamos extasiados. La situación ha durado todos estos años. Ninguno de los dos necesitaba a nadie más. Tomé todo tipo de precauciones para que pareciera que manteníamos una relación normal entre madre e hijo. Toda mi vida la he invertido en él; tengo la suficiente seguridad económica como para que esta situación dure para siempre. Nunca pensé que me traicionaría”. Pero, después de terminar la enseñanza media comenzó a dar signos de inquietud y autoafirmación. “He curioseado entre sus papeles y he descubierto que ahora los poemas están impregnados de deseos de venganza, son sarcásticos y amargos. Incluso ha maquinado un plan muy elaborado para librarse de mí. No me importa que lo haga. Tal y como ya le he dicho, si me deja me quitaré la vida. De cualquier forma, la vida es innecesaria sin él.”
Hay que destacar aquí, respecto de la escena que produce el quiebre de su hijo, su carácter de mostración perversa. Apunta a producir la división del lado de sujeto, se trata de una mostración que lo derrumba, dejándolo a su merced. Es una escena dirigida al Otro al cual, por la vía de la intrusión, divide. La mostración adquiere la forma de un secreto poseído respecto del goce, capaz de crear un amante sin fisuras. También es patente la identificación absoluta al lugar de instrumento de goce del Otro, cuya pérdida hace la vida carente de sentido. Finalmente, se sostiene en una relación a la ley que consiste, al modo perverso, en hacerse agente de la misma. En este marco, sólo consulta cuando la escena así montada corre riesgo de desmantelarse.
Esta posición perversa en la madre no es atribuible exclusivamente a los casos que toman la forma del incesto. También Gertrudis, la “madre genital” de Hamlet, recorta una figura materna que ostenta un saber sobre el goce, pasando por encima de toda ley. Impasible al fratricidio contra el rey, desposa inmediatamente al asesino. La tragedia da cuenta del estado de perplejidad en que queda su hijo, al que meramente le indica: “Mira a Dinamarca con ojos de enamorado”.
Las disciplinas corporales al que algunas madres someten a sus hijos, evocadas recientemente en la película Black Swan, también pueden ser sostenidas muchas veces desde este modo de posicionamiento materno. Aquí no se trata meramente de tomar a los hijos como fetiches, sino de hacerse literalmente instrumento del goce de otro cuerpo. La excitación no retrocede ante los datos subjetivos del partenaire-hijo sino que precisamente encuentra allí su sustento. En estos casos lo que está en juego es el goce del Otro. El perverso, en efecto, es alguien que se ofrece lealmente al goce del Otro, como modo de mantenerlo capturado en sus redes, apuntando a su fibra íntima. Y esta posición materna se traduce efectivamente en un modo de mantener en sus redes al niño. La madre deviene lo que en términos corrientes llamaríamos “la psicópata de sus propios hijos”.
* Psicoanalista. Coautor del libro Posiciones perversas en la infancia. Texto extractado de un artículo que se publicará en el próximo número de la revista Imago Agenda.
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