Por Patricia Markowicz *
Hace dos martes, un conjunto de legisladores propuso, en la Cámara de Diputados de la Nación, la derogación de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final. En 1983, Raúl Alfonsín, después de haber estimulado el Juicio a las Juntas, hito histórico de la Justicia en la Argentina, traicionó a los argentinos con la Obediencia debida y el Punto final. Más allá de las excusas que en ese momento se dieron, esas leyes nos situaron en una posición que llamaré de alienación.
Desde el psicoanálisis decimos que, debido a su enorme debilidad y prematuración de origen, el ser humano no tiene otra opción que alienarse profunda y absolutamente a ese Otro que lo piensa, le habla, lo alimenta y lo ama; Otro que escribo con mayúsculas, siguiendo en esto a Lacan, para mostrar no a una persona sino a un lugar en la estructura, lugar que en la vida de cada uno puede estar ocupado alternativamente por diferentes personas, siempre que encarnen eso de lo que dependemos estructuralmente. Si no lograra ese estado de alienación primera, morirá indefectiblemente sin llegar a ser.
Esa alienación no es voluntaria, es un movimiento necesario en el camino; ninguno puede no pasar por allí. Lo que no es necesario es quedarse en dicha posición. No sólo no es necesario sino que se opone profundamente al camino de búsqueda de libertad y de autenticidad que se suponen esenciales a los seres humanos, que tenemos la palabra además de la biología. Justamente por eso, por no estar sujetos exclusivamente al código de los genes como el resto de los seres vivos, tenemos la oportunidad de hacer un segundo movimiento, aquel que rompe con aquella alienación primero necesaria y nos introduce en el camino de la responsabilidad por nuestros actos y por nuestros deseos.
La Obediencia Debida elevada al rango simbólico de Ley nos autoriza a todos los argentinos a sostenernos quietitos y sin chistar en ese primer lugar, el de la obediencia alienada. Nos dice que un sujeto no es responsable por sus actos sino que siempre el responsable es el Otro, el que manda, el que sabe, el que tiene el Poder. Los argentinos entonces, por decreto, somos inocentes. Pero no inocentes como posición estética, sino inocentes como los que no quieren saber, como los que prefieren no mirar; no ser responsables.
Así se pudo asesinar, violar y robar impunemente ya que todos estábamos escondidos bajo el manto del Otro. Y así también se pudo seguir robando, se pudo privatizar a mano armada, se pudo vivir durante años en el cholulaje disimulador de lo que lo subyacía: la corrupción desencadenada, la sumisión absoluta al Otro del lucro sin escrúpulos. Desde luego que la Obediencia Debida no es la causa única que habría permitido vaciar a la Argentina; indudablemente muchos argentinos fueron cómplices de tamaña entrega, ya sea por convicción, por conveniencia o por ignorancia. Pero aun sabiendo que dejamos de lado en este análisis la cuestión de las complicidades, se puede plantear como hipótesis que la Obediencia Debida al Otro fue piedra fundante de este modo de ser y de hacer la vida de los argentinos. Nadie es responsable por nada en este país.
Hemos crecido (¿habremos crecido?) al amparo de aquello que puso punto final a la responsabilidad. Si uno solo puede ser considerado no responsable siéndolo, todos podemos serlo.
Se trata ahora de romper con posiciones que sostenían a la gente, individual y colectivamente, en la parálisis de la alienación; se trata ahora de oponer a la Obediencia Debida la responsabilidad del sujeto.
* Psicoanalista.
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