Sábado, 15 de mayo de 2010 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
El psicoanalista Guillermo Greco examina las reacciones sociales en torno del fenómeno (discursivo) de la (in)seguridad. La conformación del “nosotros” y “ellos”. La visión clasista. Los derechos humanos.
Por Guillermo Greco *
Decir que la inseguridad es un discurso implica sostener que no es un sentimiento natural, respuesta subjetiva espontánea e inmediata al hecho delictivo objetivo. A diferencia de los animales, que identifican instintivamente a su alimento, a su pareja sexual y a las amenazas a la supervivencia, los seres humanos nos relacionamos con esas realidades, con los placeres y sufrimientos que nos ocasionan, por la mediación del lenguaje. Es por eso que hay comida china o francesa, perversiones o inhibiciones sexuales, valentía ante el peligro o miedo a la oscuridad o a insectos insignificantes. Quienes investigan o simplemente hablan sobre el sentimiento de inseguridad confirman lo que estoy planteando, ya que lo identifican, es decir, lo confunden, a veces, con discursos ideológicos, otras con posiciones políticas de derecha, también con manifestaciones psicopatológicas (fobias, obsesiones, delirios), con estadísticas criminológicas y de victimización o con un discurso de sentido común en relación con el riesgo. Lo único que le da unidad a esta diversidad fenomenológica es la demanda de seguridad dirigida al Estado.
En nuestro país la inseguridad siempre está referida al delito, especialmente al robo-asesinato y a la violación-asesinato. Esos delitos le permiten construir, al Discurso de la Inseguridad, un conjunto, un nosotros, a partir de un rasgo que nos identifica: “Todos podemos ser víctimas”, todos padecemos una amenaza que nos es ajena, exterior y referida al futuro probable y no al delito ya ocurrido, al riesgo de ser víctima y a la impotencia de acotar ese riesgo o, lo que es lo mismo, a la impotencia de acotar el poder del delincuente. Las personas que se sienten en riesgo tienen la certeza de que tarde o temprano, sin necesidad de hacer cálculos de probabilidad, serán víctimas. Y éste es el principal logro del discurso de la inseguridad; nos convenció de que estamos en riesgo sin ninguna valoración de las probabilidades.
Ellos, los otros, los victimarios, son los que transgreden la ley y pisotean el bien común, el orden, la paz, el progreso y hasta la vida misma. El problema es que ellos, los delincuentes, no son sólo los declarados culpables por la Justicia, sino también los sospechosos de haber cometido algún delito y los que por cualquier motivo nos intimidan. A decir verdad, no les tenemos miedo porque son delincuentes, sino que, porque les tenemos miedo, creemos que son delincuentes. De allí la importancia de las contravenciones. Ellas nos permiten identificar y perseguir preventivamente a la amenaza: a ellos, los que tienen costumbres, hábitos o estilos que no se corresponden con los standards estéticos y morales que impone el sentido común.
Delitos como la violencia doméstica, el gatillo fácil, la trata de personas, la venta de medicamentos truchos y tantos otros no son considerados porque no contribuyen a la construcción de la oposición nosotros/ellos. Lo mismo vale para los accidentes de tránsito, la pérdida del trabajo o la falta de cobertura médica.
En otros contextos políticos, la amenaza a la seguridad fue identificada con el comunismo, lo que hoy nos permite establecer comparaciones entre el Discurso de la Inseguridad y la Doctrina de la Seguridad Nacional. En otras latitudes, la inseguridad está referida a la inmigración, al terrorismo o a los carteles de la droga. En nuestro país, a pesar de los atentados a la AMIA y a la Embajada de Israel, no está instalada en la opinión pública la inseguridad en relación con el terrorismo, ya que quienes corren el riesgo de nuevos atentados, se supone, no somos “todos”, sino solo los que están ligados a instituciones de la comunidad judía.
“¡Ya no se puede salir a la calle!”, se dramatiza. El discurso de la inseguridad destaca lo que falta y denuncia la impotencia de la ley, de la ley escrita y de la fuerza de la ley, la materializada en jueces, policía y sistema penitenciario, la que debiera proveernos de lo que tanta falta nos hace. Blumberg, un padre que por siempre llorará a su hijo asesinado, se sintió llamado a restaurar el imperio de la ley pero... hubo un problema. Se identificó con un título falso y la sociedad lo abandonó. No podía ser de otro modo. ¿Cómo iba a restaurar la ley un padre que la violaba? Ahora bien: ¿fue esto una contingencia propia de este país que no es normal o un aviso de que todos los padres están fallados y de que la ley nunca será lo suficientemente eficaz? ¿Qué pensará el rabino Bergman? El, que tiene un lazo particular con Dios, nos advierte: “Se puede obtener la seguridad que nos falta, pero hay que pagar un precio, debemos perder la libertad”. El discurso de la inseguridad en relación con el delito, la inmigración o el terrorismo, entonces, no es más que el síntoma de la imposibilidad que afecta al Estado, gobierne quien gobierne, de garantizar plenamente el orden y la seguridad. Ejemplo: el atentado a las Torres Gemelas. De todos modos, hay que reconocer que la derecha sabe qué hacer con las fallas de la ley.
Mientras tanto, la prolífica triple alianza integrada por el capital, la ciencia y la técnica suple las insuficiencias de la ley con la producción de infinitos objetos que se ofrecen en el mercado con la promesa de que su consumo permitirá el disfrute de la tan ansiada seguridad: alarmas, blindajes, circuitos cerrados de televisión, rejas, armas, etcétera.
Desde ese vasto movimiento social, político y cultural que se merece un nombre más digno que el de centroizquierda o progresismo, se han ensayado distintas respuestas, hasta ahora, infructuosas. Bajo el supuesto de que la inseguridad es un fenómeno subjetivo, reacción al delito en tanto hecho objetivo, algunos funcionarios del Gobierno intentan combatirla con la difusión de verdades estadísticas que indican que la tasa de los delitos ocurridos en nuestro país ha disminuido o que es igual o menor a las de otros países. Pues bien. Es inútil, totalmente inútil. Alcanza con que un par de ricos y famosos exhiban impúdicamente su miedo en las pantallas de televisión para que las estadísticas se disuelvan como una lágrima en el mar. Es que la eficacia política del sentimiento de inseguridad es inmune a la incongruencia o la irracionalidad.
Son legión quienes dicen que la causa de la delincuencia y por consiguiente de la inseguridad es la exclusión social, la pobreza, el desempleo. Para confirmar esta tesis nos recuerdan que los pobres son los habitantes preferenciales de las cárceles. Esto es verdad, pero ¿acaso no se debe a que ellos cuentan con menos recursos simbólicos y económicos para defenderse, no sólo de la policía y la Justicia, sino también de una sociedad que está dispuesta a sacrificar una parte de sí misma para apaciguar a dioses oscuros? Los delincuentes no son necesariamente pobres ni los pobres están condenados a ser delincuentes. El delito es una creación de la ley. El aborto o la eutanasia pueden ser un delito o un derecho, según lo que establezca la voluntad del legislador. Calumnias e injurias eran un delito y dejaron de serlo porque los legisladores así lo decidieron.
Esta teoría clasista del delito nos impide reconocer que las víctimas no son sólo los burgueses. Los trabajadores y los desempleados también son poseedores de riquezas y victimas de robos, violaciones y asesinatos. Son poseedores de un cuerpo, de fuerza de trabajo, de hijos amenazados, de bicicletas, de motos, de esperanzas de una vida mejor. Esa es la riqueza que ellos quieren asegurar. Con sólo abrir las orejas se podrá verificar que el discurso de la inseguridad está diseminado en todas las clases sociales y no, como a algunos les gusta creer, exclusivamente en la clase media.
El discurso de la inseguridad es un problema político del cual el Gobierno debe hacerse cargo sin confundirlo con las estadísticas sobre criminalidad. Es cierto que todos los gobiernos tienen la obligación de definir y ejecutar una política en relación con el delito, pero a un discurso se lo combate con otro discurso y este gobierno no cuenta con ninguno mejor que el de los derechos humanos. El artículo 3ª de la Declaración Universal de los Derechos Humanos sostiene que “todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y la seguridad de su persona”. Este es el principio de una política posible. El gobierno nacional supo darse una política, en relación con las Fuerzas Armadas, que tuvo como uno de sus ejes a los derechos humanos. ¿Por qué no hizo algo equivalente con las fuerzas de seguridad? Para peor, al gobernador Scioli se le ocurrió “la genial idea” de combatir la inseguridad relacionada con el delito dándole más poder a “la mejor policía del mundo”. Allí está el núcleo del problema y de la solución: se impone una profunda reforma policial, del sistema penitenciario y de la Justicia.
* Psicoanalista.
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