Martes, 23 de noviembre de 2010 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Itzhak Levav, Benedetto Saraceno y Hugo Cohen *
El 14 de noviembre de 1990, participantes de once países de América latina convocados por la Organización Panamericana de la Salud- Organización Mundial de la Salud (OPS-OMS), con el auspicio de las mayores organizaciones profesionales del mundo y de las Américas, y con el apoyo del Instituto Mario Negri, de Milán, y de consultores de España, Italia y Suecia, adoptaron por aclamación la Declaración de Caracas, el camino hacia la reestructuración de la atención psiquiátrica en la región.
Desde entonces, la declaración, que precediera a la Convención Internacional sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad y aún hoy es citada en fallos de la Corte Inte-ramericana de Derechos Humanos (CIDH) acerca de los derechos de las personas con trastornos psíquicos o abuso de sustancias, fue suscripta por todos los países de las Américas.
Dos décadas atrás, la OPS-OMS había examinado los resultados de los estudios epidemiológicos que mostraban necesidades de atención de tal magnitud que mal podían ser satisfechas con una organización de los servicios de salud mental centrados en el hospital psiquiátrico. La enorme brecha de la atención era –y aún es hoy– el ejemplo más persuasivo que ese tipo de organización deja por fuera a más poblaciones que las que incluye. A partir de Caracas, las violaciones (por comisión) de los derechos humanos en no pocos de los hospitales mentales de la región ya no podían refugiarse más en la sombra.
La declaración se apoyó en dos ejes para proponer la reestructuración: el técnico, que convirtió la atención en la comunidad en la estrategia más apropiada para superar las deficiencias del hospital psiquiátrico, y en el respeto por los derechos humanos. Ejes desde entonces indivisibles.
Por otro lado, la OPS-OMS reconoció que había antecedentes valiosos entre ellos, en Argentina, como en Lanús, que habían abierto el camino a un modelo de la atención psiquiátrica basada en la comunidad, el cual, cabía admitirlo, debía ser perfeccionado en su organización, como se estaba logrando en la provincia de Río Negro, y multiplicado en su adopción por parte de más servicios.
Argentina es un ejemplo ilustrativo, no obstante la resistencia inicial por parte de las autoridades de salud a la iniciativa. Hoy la Declaración de Caracas es reconocida como guía, por ejemplo por el proyecto de ley de salud mental que recibió media sanción por parte de la Cámara de Diputados, y que pasó al Senado, donde será debatido mañana, confiamos que con resultados favorables.
A dos décadas de Caracas, las razones de su adopción aún no han sido superadas en todos los países y, ciertamente tampoco en Argentina. Aún hoy, no obstante los progresos notables que tuvieron lugar en muchos países –como Brasil y Chile–, la asignación presupuestaria en salud mental es totalmente asimétrica, más recibe la atención manicomial que la comunitaria, y aún hoy la capacitación de los recursos humanos especializados raramente se hace en la comunidad mientras que la investigación centrada en la atención comunitaria es limitada o ausente. Por otra parte, la oposición a los principios de la declaración todavía es activa, aunque ese rechazo es sólo apoyado por la ideología y raramente por la evidencia científica.
Es de esperar que merced al esfuerzo conjunto de todas las partes involucradas en Argentina los principios de la declaración sean letra viva, plasmados en la acción creativa, socialmente comprometida y basada en la evidencia científica, con el solo propósito de servir equitativamente a las necesidades de salud mental de la población del país.
* Respectivamente, miembro del Panel de Expertos en Salud Mental de la OMS; ex director del Departamento de Salud Mental y Abuso de Sustancias de la OMS; asesor subregional en Salud Mental para Sudamérica de la OPS-OMS.
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