Miércoles, 2 de febrero de 2011 | Hoy
SOCIEDAD › OPINIóN
Por Graciela Pini *
Ante un hecho delictivo, si el ladrón muestra un rostro joven, la voracidad y voyeurismo mediático tienen ya “al toque” elaborado el perfil del atacante. Amenaza ya constituida por un imaginario social vigilante (valga su doble acepción) y anterior a toda prueba de realidad. Amenaza que se cierne sobre la población “sana” desde los márgenes. Angeles negros a los que la civilización actual, capitalismo mediante, empuja al lugar de barbarie, y que, munida de sus mejores cuadros militantes de la desinformación, estigmatiza y condena sin que importe mucho su propia inseguridad. Jóvenes que en las últimas décadas de políticas neoliberales y en virtud del corrimiento del Estado han quedado excluidos socialmente y a merced de la demanda imperativa de un mercado que promete satisfacción inmediata y la completud de un ser con carnet de ciudadanía. Tomados por la ideología del consumo, y en la búsqueda de una nominación, son bautizados en el sacro lugar de consumidores, aun al costo de que su nombre devenga delincuente. Padres impotentizados por la pérdida de autoridad que daba el saber-hacer de un oficio. El futuro convertido en vana promesa: “El tiempo es hoy, no sé cuánto más voy a estar vivo –comenta un joven–, por eso, rati, comete este plomo”. Yo puedo la muerte, la tuya, la mía. La disyuntiva se convierte así en la cárcel o el cementerio. Dramático escenario donde la niñez queda perdida y la adolescencia abortada buscando un lugar protagónico en la escena con la amenaza de convertirse en los nuevos desaparecidos. Condena no sólo adjudicable a niños o jóvenes pobres, ya que su captura se ahoga en el breve contacto con la muerte a través de la violencia, droga o alcohol. La policía y la Justicia se convierten así en sus únicos interlocutores. ¿Qué hacer ante semejante realidad? Lo primero, políticas públicas de inclusión garantizando los derechos de la niñez y adolescencia en tanto ciudadanos y sujetos de derecho. Las últimas medidas del Gobierno, como la Asignación Universal por Hijo con la obligatoriedad de la escolaridad, la creación de escuelas y una política activa para bajar el desempleo o sea la presencia de un Estado que dignifica el trabajo nuevamente, hacen marca discursiva en dicho sentido, lo cual, pese a los agoreros del fracaso, ha producido una notoria mejora de la situación en los últimos tiempos. Pero, como sabemos, la degradación social heredada no se subsana en poco tiempo y más aún si no está del todo consustanciado el modelo de inclusión, siendo muchas veces víctima de retrocesos según la medición electoral de turno. Los pibes se convierten así en variable de ajuste del discurso político y el debate acerca de su suerte se inscribe nuevamente en la escena mediática según conveniencia del consumidor: que no son la delincuencia juvenil ni el límite de edad de punibilidad la causa de la inseguridad es de fácil comprobación. Ahora, el punto es qué hacer con ese porcentaje, no importa la estadística, de jóvenes que delinquen, y en función de su propia vulnerabilidad. Los impulsores del endurecimiento de penas pensarán en la salida punitiva como única forma de garantizar el restablecimiento del orden, por supuesto, el de la ciudadanía civilizada. Desde posturas seudoprogres convertirán a los adolescentes en objetos de la mirada piadosa que los desresponsabiliza bajo la coraza de su vulnerabilidad social. Estas posturas convierten el accionar del joven en una resultante directa (causa-efecto) de su situación social, quitando el ingrediente subjetivo. No escuchar la singular demanda que hay en juego en sus actos que pide ser articulada en palabras es privarlos de su subjetividad. Mientras no se ubique su responsabilidad frente a su acto, la culpabilidad inconsciente y la necesidad de castigo los llevarán a cometer otro y otro hasta que encuentren una sanción. Sanción implica confirmación, y conlleva un acto de subjetivación. En dicho sentido, abordar a los jóvenes que delinquen desde un marco legal, que garantice sus derechos y asistencia adecuados, más allá del reclamo de la derecha que busca satisfacer su bienamada seguridad, significa ubicar al joven en un lugar de sujeto, responsable de sus actos, y en relación con una ley, incluido, con otros, en un lazo social. Ahora, la ley para su real efectividad debe ser para todos. En primer lugar para el Estado, que deberá proveer los instrumentos necesarios para la inclusión social del joven (la seguridad indirecta, como dijera la Presidenta) y también velar por el funcionamiento de las Instituciones. Y por otro lado, a este modelo de responsabilización deberá sumarse, entre otros factores, una distinta ética profesional en la difusión mediática de los hechos. Si la ley debe regir para todos, no pueden quedar al margen los medios de comunicación, al ser uno de los principales “armadores”, muchas veces, de los famosos “climas de inseguridad”.
* Psicoanalista. Fuero Penal Juvenil, provincia de Buenos Aires.
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